38. Espera tortuosa

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—Ya no soporto esto, Amy —dijo Nat en un murmullo, antes de llevarse la botella de cerveza a la boca y beber un largo sorbo. Tenía la cabeza apoyada en una mano, con el codo sobre la mesa y el desasosiego grabado en sus facciones.

Desde mi distancia —frente a ella— pude ver cómo sus labios se apretaban en una mueca temblorosa, cargada de aflicción. En el centro de mi torso, algo se apretó de forma dolorosa.

Me llevé una mano a la boca y, casi de forma inconsciente, me mordí las uñas, un terrible hábito que creí había superado desde hacía un par de años, pero en esos momentos no lo pude evitar. Necesitaba centrar mi desazón en algo, lo que fuera, porque en verdad sentía que estaba a punto de volverme loca.

Aquel día, cuando Azazziel me llevó a ver el eclipse a la playa, había pensado que se quedaría conmigo... O, por lo menos, que no se volvería a marchar tan rápido. Pero no fue así. Me llevó a casa, quizá mucho más tarde de lo que acostumbraba a llegar, pero, a fin de cuentas —y aunque protesté bastante—, esa noche no la pasé con él.

Ni la siguiente. Así como tampoco las que vinieron.

El tiempo pasaba con una lentitud tortuosa, sin novedades. Sin cambios. Sin nada que estuviera alejado de lo corriente, y por alguna razón eso me aterró. Por primera vez en mi vida, la paz y la ausencia de cualquier suceso paranormal no me agradaron. No me hicieron sentir tranquila, sino todo lo contrario. Cada minuto, cada hora y cada día que transcurría sin poder verlos, sin saber absolutamente nada de ninguno de los tres era un calvario. La incertidumbre por no conocer sus paraderos ni estar al tanto de si es que se encontraban a salvo era todo un martirio, porque no soportaba la idea de que allá les sucediera algo terrible. Porque no podía concebir que les sucediera algo malo.

Cerré los ojos con fuerza y me incliné hacia delante sobre la mesa, sintiendo la herida de mi pecho abrirse todavía más. ¿En dónde estaban? ¿Cómo era posible que ninguno de los tres pudiera dar alguna señal? ¿Cómo ninguno se daba cuenta de lo inquieta que me habían dejado, aquí en la Tierra? ¿Cómo podía mantenerme tranquila, como él quería, si un manto de preocupación se había ceñido a mi corazón desde el último día en que lo vi?

—Pero ¿qué fue lo último que te dijo Azazziel? —insistió Nat, levantando la vista hacia mí. La angustia que destiló su tono me hizo sentir impotente en formas que ni siquiera comprendí.

—Que no me preocupara porque ellos lo solucionarían —mascullé, incapaz de controlar la amargura en mi tono.

Ella se pasó las manos por el rostro con frustración, sin importarle que se le corriera el maquillaje de los párpados. Un gruñido se le escapó.

—¡¿Qué tienen en la cabeza esos tipos?! ¿Mierda? —bramó—. Ya va más de una semana sin saber nada de ellos, ¿cómo quieren que no nos preocupemos?

—¿Qué fue lo que te dijo Khaius?

—¡La misma estupidez que te dijeron a ti!

Sus dedos, los cuales sostenían con recelo la botella de vidrio con el líquido amarillo, temblaban ligeramente sólo por la ansiedad que parecía crecer en su interior. Yo no estaba mucho mejor que ella.

Mi ansiedad se manifestaba en mi cuerpo del mismo modo en que le sucedía a mi amiga. Era imposible que no nos sintiéramos así, sabiendo que era muy probable que los seres a quienes queríamos se encontraran en un peligro del nosotras no teníamos la más mínima idea.

No lo entendía. Nada de esto parecía tener sentido. En mi fuero interno, rogaba porque cualquiera de los tres llegara y nos dijera que se encontraban perfectamente, y que nuestro desasosiego no era más que una exageración. Después de todo, en realidad, sólo había pasado poco más de una semana. Aun así, la incertidumbre y las rutas lóbregas que nuestras imaginaciones podían tomar eran veloces, y cada día que pasaba sin noticias lograba convertirse en una tortura. Yo misma había formulado un montón de hipótesis, ninguna mejor que la otra. Cada opción hacía que el estómago se me revolviera y que el corazón se me estrujara.

PenumbraWhere stories live. Discover now