1. Las pesadillas

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Abrí los ojos de golpe.

El aire me faltaba en los pulmones mientras recorría con la vista la oscuridad que me rodeaba. Mi corazón latía a un ritmo furioso contra mis costillas, resonándome en los oídos.

Me incorporé en la cama. El sofoco que sentía era tan agobiante que el sudor bañaba mi frente y nuca. Di un suspiro de puro alivio en cuanto la pesadez de la somnolencia se fue y pude reconocer cada mueble, cada objeto entre la negrura de mi habitación. Dejé caer el rostro entre las manos.

«Fue solo un sueño», dije para mis adentros.

Aunque ya llevaba casi una semana tratando de convencerme de lo mismo. De que nada de eso era real, que no eran más que pesadillas. Pero las vívidas imágenes de esos malditos sueños me instaban a creer lo contrario.

Siempre se repetía: me encontraba en una especie de extraño desierto, árido y sin un alma alrededor. Toda la extensión del terreno rocoso y montañoso era de un intenso tono rojizo. El cielo —también teñido de un raro carmesí— se veía como si fuese el atardecer, a pesar de que no conseguía hallar el sol, ni tampoco una sola nube. Nunca había nadie ahí conmigo, pero, aun así, tenía una sensación muy extraña, como si estuviera esperando un peligro inminente. Entonces, de súbito, el suelo desértico comenzaba a temblar con una intensidad aterradora para luego abrirse a mis pies y, antes de darme cuenta, era capaz de ver cómo me rodeaban unas incontables extremidades largas, delgadas y de color negro, que parecían ser manos...

Despertaba un segundo antes de que llegaran a mí.

Me froté la cara y agité la cabeza para alejar esa visión. Respiré profundo durante un largo momento, intentando volver mis latidos a la normalidad. Aún podía apreciar el miedo corriendo por mis venas.

Me fui directo al baño del pasillo, el que estaba en medio de las habitaciones de Anthony —mi hermano— y la mía. El agua fría por fin logró refrescarme un poco, y después de conseguir calmar mi pulso, suspiré con tedio al darme cuenta de que me costaría mucho volver a conciliar el sueño. No era solo por la pesadilla; por lo general yo tardaba en dormirme de nuevo si me despertaba en medio de la noche. Debido a eso, a estas alturas ya tenía las ojeras bastante marcadas.

Y también por esa sensación. Algo que ya llevaba varios días percibiendo. La sensación de que alguien...

Sacudí la cabeza. No quería pensar en eso ahora. No tenía ganas de asustarme más de lo que ya estaba.

Me negué a regresar a mi habitación, presintiendo que seguramente le iba a dar vueltas a la pesadilla una y otra vez, tal y como había estado haciendo la última semana. Bajé al primer piso, intentando no hacer ruido al pisar las escaleras de madera para no despertar a mi familia. Encendí solamente la lámpara de la sala de estar, y me eché sobre el sofá para buscar qué mirar en la televisión. Pensé que podía ver cualquier cosa que me aburriera por un rato, lo que fuera con tal de que volvieran mis ganas de ir a dormir. Y de distraer mis pensamientos de los sombríos vestigios de la pesadilla.

Me acomodé extendiendo las piernas encima del sofá, y me lamenté de no haber traído alguna manta conmigo. Así como también lamenté no tener una tele en mi habitación. Con el volumen casi al mínimo, cambié entre canales hasta que me decidí por una película que desconocía, al parecer de romance, y me dediqué a mirarla sin verdadero interés.

«Ya vete a dormir», me regañó mi consciencia, casi con la voz de una madre. «Mañana en el trabajo vas a andar como zombi si sigues así».

Torcí el gesto. Por una parte, estaba lo bastante cansada como para reconciliar el sueño, pero por otra, no podía alejar de mi mente la idea de que, si volvía a dormir, la pesadilla se repetiría. Sin embargo, tenía que intentarlo; era camarera, atendía público y no podía andar somnolienta porque eso multiplicaría la torpeza que poseía por naturaleza.

PenumbraWhere stories live. Discover now