6. Límites

9.4K 797 376
                                    

Estaba de pie antes que nadie en casa, principalmente por tres razones. La primera, mis pesadillas, ya habituales, no me permitieron continuar con mi descanso. La segunda, debía ir a trabajar. Y la tercera, tenía que asegurar cada entrada de mi casa con agua bendita.

El día anterior no había podido tranquilizarme ni un solo minuto con la idea de que el demonio, en su rencor, le haría algún daño a mi familia con tal de que yo aceptara lo que él quería.

Así que, con sumo cuidado de no mojar los muebles o cualquier cosa por la que mi madre pudiera enfadarse, tomé la pequeña botella que había pedido ayer en la iglesia —suprimí el tedioso recuerdo de haber tenido que acompañarla a ese lugar— e intenté dibujar cruces con el agua, en la entrada principal, en la trasera y en las ventanas. No salieron perfectas, y, a decir verdad, no parecían del todo cruces, pero fue lo único que se me ocurrió para intentar proteger a mi familia. Muy a mi pesar, no le pedí al padre que viniera a bendecir la casa, sólo porque no deseaba ponerlo en peligro a él también.

Luego de obrar con el mayor sigilo del que fui capaz, me dirigí a mi habitación y guardé el agua en el cajoncito de la mesa de luz. Y me dispuse a prepararme para ir al trabajo.

Al llegar a la cafetería, y después de guardar mis pertenencias y ponerme el dichoso delantal, divisé a Diana acercarse a mí con una sonrisa relajada. Estiró su brazo, con una bolsita de papel en la mano.

La miré con el ceño fruncido.

—Para ti —dijo.

Tomé la bolsa, la abrí y escudriñé el objeto entre mis manos. Era un aro del tamaño de mi puño, envuelto en hilos de variados colores, con una red tejida en medio que tenía una piedrecilla de color blanco en el centro, y tres plumas colgando de él.

—Es para tus pesadillas —explicó, aunque yo ya sabía para qué servía—. Lo compré ayer. Fui a una feria artesanal con mi mamá. —Rodó los ojos—. Salir con esa mujer es un suplicio, así que agradéceme.

—Gracias —repliqué con una genuina sonrisa.

—Y ya deja de drogarte con esas pastillas. Mira, también te compré unas hierbas. Manzanilla y toronjil. Son relajantes, te ayudarán a dormir.

Rebusqué en la bolsa hasta encontrar las infusiones de las que hablaba. Me reí ligeramente. ¿Doparme con hierbas era mejor que con píldoras?

—Gracias, en serio, Dee —repetí—. No tenías que molestarte.

Ella me enseñó la lengua en una mueca infantil, pero yo le devolví otra sonrisa. Guardé su regalo en mi bolso, y nos dirigimos al área de mesas para comenzar a limpiarlas.

—¿Y... cómo estás ahora? —preguntó con cautela.

—Como todos los lunes. —Di un suspiro de fingido pesar, como si eso fuera respuesta suficiente.

Ella puso los ojos en blanco.

—Tonta, hablo de tu mal sueño. ¿Tienes idea de lo que pasa si no duermes bien? ¡Mira tus ojeras! Ya parecen tatuajes.

—Sí, gracias por recordarme que me veo terrible.

—Es que es tan raro —dijo, arrugando el ceño—. ¿Desde cuándo empezaste así?, ¿y a qué se deberá?, ¿será estrés? Tú jamás te estresas.

Oh, no. Diana había entrado en modo inquisidora. No deseaba hablar de eso con ella, no si no podía decirle la verdad. Y, especialmente, porque se me daba muy mal mentirle. Sabía que, si continuaba preguntando, algo en mis facciones delataría que ocultaba algo.

Utilicé la misma estrategia que usaba con mi madre.

—Deja de preocuparte, no es nada grave. —Me encogí de hombros—. ¿Cómo te fue en tu cita?

PenumbraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora