13. La evasión

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—Este auto huele a sexo —comentó Azazziel por lo bajo.

Continué mirando hacia la ventana del copiloto, con los brazos cruzados sobre el pecho, y lo ignoré, así como había estado haciendo durante todo el viaje. Llevaba sin dirigirle la mirada desde que me subí al auto. Ni siquiera volteé ni dije nada cuando encendió el motor y dio marcha con la misma rapidez e imprudencia que si estuviéramos en una carrera callejera.

El solo estar en el mismo espacio reducido a su lado me era insoportable. Un millar de sentimientos de aversión y rechazo se originaron hacia él, incluso más de los que ya sentía. No entendía su insensibilidad, la frialdad y su total indiferencia hacia el hecho de que acababa de negociar mi propia alma para que él salvara una vida, porque él no fue capaz de hacerlo por voluntad propia. Porque no le importaba en lo más mínimo si un alma humana se perdía por culpa de un demonio.

—¿Debo mantenerme alejada? —pregunté en un murmullo, solo porque necesitaba saberlo antes de llegar.

—No es necesario —replicó con apatía, y yo asentí.

El silencio perduró hasta que le indiqué dónde debía detenerse. Me solté el cinturón de seguridad —al que me había aferrado con recelo debido a su descuidada conducción— y abrí la puerta.

Azazziel ya estaba afuera cuando rodeé el vehículo, y observaba la casa con una expresión severa. Entonces, volteó hacia mí y esbozó una sonrisa.

—«Excelente día para un exorcismo» —dijo con un matiz burlón.

Entendí la referencia de «El Exorcista» de inmediato y sentí una punzada de enojo.

—Idiota... —mascullé, incapaz de creer cómo era capaz de bromear en este momento.

Se rio brevemente, pasando por alto mi insulto. Vi cómo miraba el frontis de la casa con un brillo un tanto peculiar en los ojos, uno que no pude reconocer porque yo misma ahora me encontraba demasiado fuera de mí como para prestarle verdadera atención.

Su pecho se hinchó cuando tomó aire.

—Muy bien —murmuró, frotándose las manos en un ademán enérgico—, vamos a ver con quién carajos tengo que lidiar.

De alguna forma parecía algo... ¿impaciente? Lo seguí hasta la entrada, con el corazón latiendo con furia en mi pecho, pero igual apreté los labios y me le adelanté para tocar la puerta. Todavía no eran ni las diez de la noche, por lo que no era extraño que las luces estuvieran encendidas.

—Ahora —expresó con un tono de advertencia—, no vayas a decir nada por lo que estoy a punto de hacer.

Lo miré confusa. ¿Qué se supone que iba a hacer?

Joane Hagarty abrió la puerta con cautela, pero, en el momento en que me reconoció, pareció relajarse. Sus ojos adoptaron un cariz de extrañeza.

—Amy... —suspiró con cierta inflexión de tedio, y entonces se fijó en el demonio a mi lado—. ¿Quién es él?

Sin decir una palabra, Azazziel se adentró en la casa y Joane retrocedió en la medida que él avanzaba, con los ojos abiertos de par en par y el miedo grabado en el rostro. Yo me espanté tanto como ella.

Evan, que estaba echado sobre el sofá, se levantó de forma brusca.

—¡Oye! —exclamó en dirección al demonio—. ¿Quién diablos eres tú?

Azazziel levantó una mano en el aire. En ese instante, los ojos de Joane y Evan se dieron vuelta hasta quedar blancos. Cuando el brazo del demonio descendió, los párpados de ambos se cerraron, para luego desplomarse en el siguiente segundo.

PenumbraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora