Cerré los ojos. Y esperé pacientemente por el remordimiento.

Las imágenes llegaron con premura, colmando mi mente con el recuerdo de sus besos, de la urgencia y profundidad con la que sus labios se encontraban con los míos; de su piel ardiente; sus caricias, seguras y dulces; la forma en la que nuestros cuerpos se unían... Pero, por más que aguardé, y por más que me preparé para aquel sentimiento, ni la culpa ni el arrepentimiento se hicieron presentes. Sino todo lo contrario: de forma inesperada, percibí el calor condensándose en la parte baja de mi vientre, al tiempo que un punto sensible entre mis piernas se apretaba.

Pensar en él provocó que la sangre se acumulara en mis mejillas.

Estaba confundida. No sabía cómo se suponía que tenía que reaccionar ahora que el fervor del momento había desaparecido. No estuve segura de cómo debía de sentirme ahora que había hecho el amor con un demonio.

«No hiciste el amor, solo tuviste sexo», me regañó la voz de mi cabeza. «Así lo ve él. Así es cómo tienes que verlo tú».

Un destello de nostalgia revoloteó dentro de mí, pero negué y continué recibiendo el agua caliente, porque lo que menos necesitaba era sentirme miserable en esos momentos. Ya tenía bastante de qué preocuparme como para, además, mortificarme porque lo nuestro no podía ser recíproco. Eso ya lo sabía bastante bien. Pero, desgraciadamente, no hacía que el dolor sordo que sentía en mi pecho cada vez que lo recordaba menguara.

En cuanto cerré la llave de la ducha, avancé con cuidado hasta el espejo empañado por el vapor, con la única intención de hacer una evaluación de daños y decidir si me encontraba apta para asistir al trabajo. Si todavía lucía como si me hubieran tratado de asesinar con un bate, de ninguna forma iba a ir. Limpié el vaho de la superficie lisa con una mano y me enfrenté a mi reflejo.

Mi propio rostro despertó un sentimiento en mí que no supe reconocer, pero no me distraje con eso. Mis ojos oscuros viajaron directamente a la cicatriz en la parte más alta de mi frente, la que me hizo Naamáh aquella vez que se enfrentó con Akhliss en el parque. Pese a que ya estaba completamente sanada, se podía percibir más clara que el resto de mi piel. Mis párpados apenas se teñían con un ligero tono escurecido, pero eso bien podía atribuirlo a haber dormido poco... La herida de mi labio también estaba curada, sólo se notaba si alguien se me llegaba a acercar demasiado y podía cubrirlo fácilmente con maquillaje.

Pero era la diminuta abertura que había cambiado permanentemente la forma de mi ceja la que me inquietaba. Apostaba lo que fuera a que la cicatriz me haría sentir miserable cada vez que la viera. Por otro lado, mi aspecto, aunque no era el mejor, era lo suficientemente decente como para presentarme al trabajo. Y ya solo me sentía dolorida por el esfuerzo físico de anoche, no porque tuviera heridas. No tenía excusa. Mucho menos considerando que ahora, si llegaba a tener problemas de dinero, no podía recurrir a nadie.

Todavía sintiendo esa extraña sensación amarga que la partida de Azazziel me había dejado, fui directo al primer piso, con el cabello húmedo y las ropas holgadas que Nat me había prestado. La figura voluptuosa de Akhliss, de pie con la vista perdida en el enorme ventanal que daba al patio trasero, sosteniendo un vaso con líquido trasparente, fue lo primero que mis ojos captaron al llegar a la sala de estar.

Ella giró la cabeza hacia mí en cuanto estuve más cerca. Sus ojos color amatista recorrieron mi rostro con detenimiento, y un viso desconocido surcó su expresión.

—¿Quieres desayunar? —inquirió, luego se encogió de hombros—. No soy buena cocinera, pero supongo que puedo prepararte algo sin envenenarte.

Sonreí con timidez.

—En realidad, tengo que ir a casa a cambiarme. Necesito buscar mi uniforme, no puedo... —La diablesa me interrumpió alzando un dedo, y apuntó hacia una bolsa que estaba encima de uno de los sillones negros.

PenumbraWhere stories live. Discover now