D O D I C I

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Frustración en su estado puro.

Alessandro se sentía frustrado y se preguntaba una y otra vez: ¿a donde fue ella? Ya han pasado tres dias.

Había esperado con demasiadas ansias a que volviera, pero no tenía éxito. Menos aún que estaba fuera del confesionario.

Muy temprano ese día la madre superiora lo había sacado del confesionario y había dejado a otro sacerdote en su puesto. La madre dijo que necesitaba un descanso de las penas ajenas. Lo que ella no sabía, es que realmente estaba empezando a divertirse.

Le gustaba aquella señora que decía rosear las plantas de su vecina con productos de limpieza, solo para burlarse de ella y presumirle que ella tenía las flores más bonitas del vecindario cuando las roseadas estaban muertas.

Le gustaba aquel señor que confesaba comprarle todo a su nieta cuando los padres de la misma no lo veían. Le gustaba como le contaba y le describía la expresión de la niña cuando le entregaba algo que le había sido negado.

Alessandro no creía que fueran pecados atroces dignos de una confesión, él pensaba que eran vida. Travesuras pequeñas que hacían a la gente un poco más feliz o los hacían sentirse un poco más vivos. La vida no era pecado, había empezado a comprenderlo.

Y aún así, se encontraba necesitado.

Quería escuchar más de aquella voz suave.

Quería que le describiera lo que había leído en aquellos libros que le habían sido Prohibidos.

Quería conocer de la vida.

Pero la madre superiora lo había sacado del confesionario. Tuvo un momento de pánico, en su mente pasaban imágenes de aquella mujer yendo y él estando con la madre superiora. Era una desesperación no saber en qué momento podría perderse de algo que llegaba a esperar con ansias.

—Quita esa cara, parece que te castigue en vez de salvarte.—Comentó la madre entrando en su pequeña oficina.

La madre era la encargada de todo lo que pasaba con las monjas y el orfanato.

Su oficina era vieja y olía a madera quemada, pero siempre estaba más que ordenada. Había estantes de libros de crianzas, algunos de herbolaria y otros más sobre primeros auxilios. Alessandro de Niño había disfrutado de leer algunos, incluso estudio con cuidado un poco de herbolaria. Le había servido genial a la hora de curarse las llagas que luego se provocaba con el látigo aunque la mayoría de veces no se curara las mismas. También le sirvió de ayuda, una vez en que Donato tuvo una infección en sus ojos a causa de la contaminación en la ciudad.

Pequeñas cosas que le habían servido de una forma u otra.

Aparte de los libros, solo había un pequeño pero pesado escritorio de madera adornado con retratos y una cruz de hierro, una silla cómoda y, un archivero en la esquina.

Jamás había tocado el archivero.

—Necesito mucha de tu ayuda mi Niño—empezó la madre pasándole una hoja llena de nombres—. Últimamente he sido muy perezosa y no he revisado ningún solo papel de los niños que tenemos y hemos tenido.

—¿Qué quiere que haga?—Pregunto Alessandro sumiso.

—Ordenarás el archivero—dijo la madre sin importancia—. La lista que te he dado. cuenta con los hombres de los niños menores a dieciocho años que se encuentran en el recinto. Después te daré una con los nombres de los niños que han sido adoptados y una última de los niños que están próximos a cumplir los dieciocho y los que ya se han ido.

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