—¿De verdad? —pregunté escéptica, y se encogió de hombros, restándole importancia. ¿Cómo pudo su padre haber sido poco agraciado, si Azazziel era...? Bueno, como él era. Muy a mi pesar, decir que era guapo era quedarse corto, no podía negarlo. Sacudí la cabeza en una negativa pausada—. Pero... ¿cómo? ¿Cómo fue que pasó?

—No tengo idea —replicó, claramente reacio. Luego agregó con una extraña voz de burla—: Quizás él le dijo: «Oye, angelito, ven y engendremos un monstruo que no encaje en el maldito Infierno, pero que tampoco lo quieran en el puto Cielo».

Fruncí el ceño. Más allá del hecho de que intentaba mostrarse jovial —hasta idiota—, el significado implícito en su broma hizo que una nueva punzada de curiosidad reaccionara en mí. «¿Un monstruo que no encajaba en el Cielo ni en el Infierno?» ¿Así era como él se veía a sí mismo?

—Por favor... —musité.

Él bajó la vista hasta mi rostro y sus labios esbozaron una tenue mueca de desdén. Hinchó el pecho mientras inhalaba profundo, al tiempo que se pasaba ambas manos por el pelo en un gesto exasperado.

—No lo sé, Amy —respondió en tono cansino, cerrando los ojos—. De verdad no sé qué sucedió. Jamás me lo contaron, ni a mí ni a nadie. Zeross y Aeriele nunca revelaron cómo comenzó todo.

«Zeross y Aeriele...» Ambos nombres hicieron eco dentro de mi mente.

Azazziel se talló el rostro con las manos en un ademán tosco. Alterado. Como si estuviera a punto de sacarlo de quicio o de llevarlo al borde del colapso de nuevo. El vago pensamiento de que hacía un corto tiempo atrás esa simple acción me hubiera inquietado —incluso aterrado—, y que ahora no lo consiguiera igual, era un poco desconcertante. ¿En qué momento había dejado de temerle?

—Trata... —pedí en un murmullo, hundiendo el ceño.

Azazziel escondió las manos en los bolsillos de su chaqueta y desvió la vista a lo lejos. Su entrecejo estaba arrugado, pero no podía descifrar si estaba enfadado, a punto de pegar un grito de ira, o si solo estaba frustrado.

Nuestros pasos eran cada vez más pausados. Era probable que en cualquier momento fuéramos a quedarnos ahí, de pie, en medio de un parque adyacente a la costa del río Willamette, desolado ya a esas horas. Ni un alma parecía atreverse a pasar cerca.

Le vi apretar los labios.

—Jamás he hecho esto, Amy —dijo en voz baja y ronca, sin mirarme aún—. Nunca se lo he contado a nadie.

—¿Fue... tan malo?

Vacilé cuando Azazziel resopló en un gesto exasperado. Tensó la mandíbula con fuerza; hasta podía jurar que estaba apretando los puños dentro de los bolsillos de su chaqueta oscura. Suspiré y, por primera vez durante la noche, comencé a sentir que el cansancio me estaba ganando. Además, el efecto de los tragos me hacía sentir más aletargada y torpe de lo normal.

—Bien, tú ganas —murmuré, haciendo un ademán de rendimiento con las manos—. No puedo forzarte. Si no quieres decirme, no voy a obligarte.

Pero la desilusión, de algún modo, se sintió agobiante. Tal vez se debía al hecho de que, en esos momentos, cada sentimiento parecía volverse abrumador. Como si, gracias a la bebida, no pudiera asentar esa barrera que siempre solía imponerme a mí misma para no ahondar en mis propias emociones. Ahora me sentía muy aturdida para eso.

Avancé casi dos metros, hasta que me di cuenta de que estaba caminando sola. Volteé para ver qué lo detuvo, pero solo se había quedado de pie, mirando el suelo. Entonces, cerró los ojos y noté cómo su nuez de Adán se movió cuando tragó saliva. Sacudió la cabeza en una negativa obstinada. De alguna forma, su expresión se veía... atormentada. Como si verdaderamente le resultara arduo hablar de aquel asunto con alguien más.

PenumbraWhere stories live. Discover now