25. Explicaciones

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—¿Debo responder? —inquirí sin pensarlo. Un viso de ira surcó su mirada y me encogí en mi lugar, perdiendo el atisbo de coraje que había ganado.

Sus ojos recorrieron la extensión de mi cuerpo, y su vista se quedó fija en el brazo que le había mostrado, con la blusa arremangada. Frunció el ceño, pero de una forma distinta, con extrañeza. Ladeó la cabeza, al tiempo que tomaba mi mano entre las suyas sin vacilar. El contacto ardiente de su piel me hizo tragar aire, pero él no lo notó. Comenzó a examinar mi brazo y, entonces, me di cuenta de lo que le había llamado la atención: las marcas delgadas, largas y de un tenue color morado, provocadas por el agarre de los dedos de Khaius durante su altercado con Naamáh.

Su expresión cambió de nuevo, y fui consciente de cómo la furia endureció sus facciones.

—No fue su culpa —me apresuré a decir, pero mi voz no tuvo la fuerza como para sonar convincente.

—Por supuesto que sí —masculló sin devolverme la mirada.

—No vayas a hacerle nada. —Mi tono suplicante me pilló desprevenida, y una voz en mi mente me reprendió. Yo no debía preocuparme por lo que le sucediera a Khaius; estaba convencida de que él era lo suficientemente fuerte como para defenderse por sí mismo.

Era un instinto estúpido, lo sabía. Por tratar de defenderlo, ahora tenía una herida horrible justo sobre mi ceja derecha, y que de seguro me iba a dejar una cicatriz aún peor. No podía continuar haciendo lo mismo, pero, por alguna razón, tampoco podía detenerme.

Azazziel me miró, sin soltar mi mano aún.

—Ese no es problema tuyo —espetó con dureza.

—Lo digo en serio, Azazziel —porfié, y me alegré de escucharme más firme que antes.

—¿Y por qué te importa tanto? Lo que a él le suceda no tiene nada que ver con tu asunto —replicó entre dientes—. Khaius es mi subordinado, puedo hacer lo que se me antoje con él.

Lo miré con toda la cólera que fui capaz de imprimir en mis ojos, apretando los puños y la mandíbula.

«Subordinado...», repetí en mi mente. La imagen del demonio de ojos ambarinos, que tenía un aspecto abatido la mayoría del tiempo, vino a mí de golpe. Khaius me había dicho que Azazziel no era su amigo, de modo que sólo se limitaba a seguir órdenes suyas —al parecer—, y de Naamáh, quien tampoco parecía sentir ni el más mínimo aprecio por él. Incluso Akhliss, la primera vez que la conocí, me dio la impresión de que también a ratos lo trataba como si lo considerara inútil; inclusive, se lo decía constantemente. Por lo que, hasta donde podía ver, Khaius estaba bastante solo.

Y, con esta decisión que había tomado, yo estaba favoreciendo esa soledad suya.

—Necesito hablar con él —dije con voz queda.

Azazziel entornó la vista y, como si lo que emití hubiera sido algo descabellado, arrugó el entrecejo. Enseguida, se irguió y me liberó de la presión de que estuviera tan cerca.

—¿Para qué?

—Solo... —murmuré y agité la cabeza—. Quiero ver cómo está. Y a él no puedo invocarlo, así que, ¿podrías decirle?

—¿Y acaso crees que yo soy tu maldito mensajero? —replicó con una inflexión casi agresiva.

Me dio la espalda para salir de la cocina y dirigirse hacia la sala de estar. En su trayecto, no pude evitar notar que su gesto fue algo arrebatado. Así como tampoco logré ignorar las marcas largas e irregulares de su piel, esas que las alas o la ropa solían esconder. El único defecto de su cuerpo.

PenumbraWhere stories live. Discover now