Capítulo 16

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Capítulo 16



Las prisioneras habían sido encerradas juntas en una pequeña celda de techo bajo y luz casi inexistente. Tras ser despojadas de sus pesadas armaduras y sus armas, ambas habían sido encadenadas con grilletes de energía a la pared, lugar en el que permanecían sentadas con los brazos en alto y la mirada gacha. Tal y como pudo comprobar Ana, se trataba de dos mujeres jóvenes, una de unos veinticinco y la otra de unos cuarenta, de aspecto cansado y expresión lánguida.

Cada cuatro horas, Armin iba a visitarlas. El sistema de sujeción que las aprisionaba por las muñecas tenía dos opciones: de corto y largo alcance. Durante las horas en las que nadie las visitaba permanecían firmemente atadas a las paredes, prácticamente inmovilizadas. A lo largo de sus visitas, sin embargo, la segunda opción de sujeción les permitía moverse libremente por la celda, beber y comer de las bandejas que con cada visita rellenaba y entrar en el pequeño cubículo de aseo situado en el lateral izquierdo de la sala.

En general, estaban en buenas condiciones. Su postura impedía que pudiesen disfrutar de horas de sueño placentero y la comida no era precisamente la mejor que habían probado, pero como prisioneras, aquellas dos mujeres disfrutaban de unas condiciones de vida bastante mejores que las de la mayoría en su situación.

Un simple vistazo a través de la rejilla de la puerta bastó para que Ana apretase el puño con rabia, furiosa. Ni sus expresiones destilaban el mismo dolor y desesperación que la había acompañado a ella durante su cautiverio, ni sus cuerpos habían sido marcados con golpes o heridas. Simple y llanamente, las habían encerrado allí, sin preguntas, sin empujones ni palizas: sin interrogatorios.

No era justo.

—Abre —ordenó con voz seca. Sus ojos brillaban enloquecidos—. Abre ahora mismo, Armin.

—¿Para qué? —respondió éste a su lado, a pesar de ser plenamente consciente de la respuesta—. Sabes perfectamente que no tienes permiso para relacionarte con los prisioneros.

—No lo necesito. —Ana seguía con la mirada fija en las mujeres, las cuales, ajenas a su presencia, permanecían con las cabezas gachas y los ojos cerrados—. Abre.

Armin no respondió. Cruzó los brazos sobre el pecho y apoyó la espalda contra la pared de la celda, con expresión neutra. En momentos como aquel en los que la rabia nublaba la mirada de Ana de aquel modo, el guardaespaldas de Gorren no podía evitar pensar en su hermano menor, Orwayn. Al igual que Ana, la mente de su hermano acostumbraba a nublarse con tremenda facilidad cuando una situación le superaba. Por suerte para todos, Ana no disponía de su sed de sangre, ni de su fuerza ni su habilidad con las armas.

Vio como la antigua princesa apoyaba la mano izquierda sobre la superficie lisa de la puerta y la arañaba con las uñas. Tras varios intentos de abrirla sin éxito, la impotencia empezaba a hacerse presente.

—Armin, abre de una maldita vez —advirtió alzando el tono de voz. Su rostro empezaba a enrojecerse—. ¡Abre!

—Pareces un perro rabioso —respondió él con sencillez, sin variar la postura—. Sabes perfectamente que no voy a abrir, así que no insistas.

 Ana apretó con fuerza los dientes. Cerró el puño y golpeó la superficie de la puerta con violencia, arrancándole un ruido seco al metal. Dentro de la celda, las dos prisioneras se movieron inquietas.

Se volvió hacia Armin con gesto severo, exigente.

—A mí no me trataron con tanta delicadeza —le recordó con brusquedad—. ¿Es necesario que te explique lo que pasé en esa prisión durante esa semana? —Dio un paso hacia él—. ¿Es realmente necesario? ¡Abre esa maldita puerta y déjame ajustar cuentas!

Dama de otoño - 2nda parteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora