—¿Que sucede? —preguntó, centrando su atención en mí.

—Acabo de sentir al bebé, Ali. —reí tontamente.

—¿Es la primera vez? —quiso saber, al tiempo que se ponía de pie y se acercaba a mí—. Ay Jo...

La abracé con fuerza, y dejé las lágrimas salir. Y ella fue entonces el mejor interlocutor que habría podido tener, porque no podría haber sido más empática; compartía mi felicidad y la hacía suya. Pensé entonces que hacía años no lloraba de alegría, casi había olvidado que ese tipo de lágrimas no son del todo saladas, pero que también, son excelentes para limpiar el alma.

—¿Vas a contárselo a Manuel? —preguntó una vez se hubo separado de mí. Apoyó sus manos sobre mi vientre y me miró a los ojos, llorosos. A veces olvidaba que tan importante resulta ese contacto con los seres queridos.

—No... —negué con la cabeza. Aunque no pudiera dejar que el regocijo se disipara, pensar en Manuel y el nulo contacto que habíamos tenido en los últimos días me llevaba a creer que algo no estaba bien—. Es una tontería, no tengo por qué.

—Es su hijo, Jo. Además sé que estuvieron juntos y que asumió estar enamorado de ti. ¿Por qué no querría saberlo? —Me alejé con expresión suspicaz, nada de aquello se lo había comentado yo.

—¿Cómo sabes eso? —Rió, puso los brazos en jarras y se dirigió a la cocina.

—Yo me entero de todo, Sis. —me guiñó el ojo, pero al notar que yo no estaba para nada convencida, profirió uno de los refranes de mi madre—. Menos averigua Dios y perdona. Deberías llamar a Manuel.

—No sé si es lo que quiero. —respondí mientras me sentaba frente a la mesa y comenzaba a trenzar mi propio cabello. Alina me miró como si sentenciara que sabía que estaba mintiéndole—. Sí, es lo que quiero. Pero desde que cenamos juntos no volvió a llamarme.

—¿Y qué? ¿Te hace pensar que se olvidó de la mujer que ama y también de su hijo? —levantó las cejas, recordándome aún más a mi madre cuando reprobaba alguna de mis actitudes—. Eso es una tontería Jo. Quizás esté esperando que tú le demuestres que te interesa estar cerca de él, y le encantaría que lo llames. Pero si no lo intentas...

—...No lo sabré. —concluí. Quizás aquella fuera la frase de cabecera de mi hermana mayor, que aplicaba a muchas situaciones de la vida. Era posible que tuviera razón, pero aún así no me veía dispuesta a ser la primera en romper aquel pacto de silencio tácito que parecía haberse formado entre Manuel y yo.

—En España conocí a un hombre —comenzó, con un gesto distraído, como si estuviera acordándose de él— que sabía más de la vida que cualquier otra persona que me hube cruzado alguna vez. Él decía, que cuando estás en una disyuntiva, sin importar cual sea, debes esperar media hora. Y que una vez ésta hubiese pasado, el problema ya perdió fuerza y tú adquiriste poder. Que tu respuesta será meditada, y por ello, más racional. —a ésas alturas, yo ya no entendía nada, por lo cual, mi hermana concluyó—. Quizás debieras esperar ése tiempo para llamar a Manuel.

No le dije nada, ni le pregunté quién era aquel hombre. Lo cierto es que mi hermana solía conocer gente sabia en sus viajes por el mundo, y quizás existiera un poco de razón en aquella teoría. Decidí ya no pensar en Manuel, nuestro hijo se mantuvo quieto, y los motivos por los que debía llamarlo, con el paso de las horas, dejaron de existir.

Pero ¿Quién podía olvidarse del héroe bávaro una vez cayera el ocaso? Imaginaba cómo sería tenerlo a mi lado, y quería saber por qué existía tanta distancia después de una noche tan linda, por lo cual, me vi imposibilitada a esperar la vuelta a Múnich para conseguir aquellas respuestas, y luego de dar un centenar de vueltas entre las sábanas, tomé el celular que yacía encima de mi mesita de luz.

Tren a BavieraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora