trece

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Joanne

Mi madre tardó varios minutos en alejarse de mí, llevándome a comprender que a pesar de poder asegurar haberme vuelto una mujer independiente hacía ya un largo tiempo, aún disfrutaba de aquel contacto maternal que me remontaba a varios años atrás, cuando las preocupaciones y responsabilidades eran menos, y las palabras felicidad y diversión poseían un significado diferente.

Élida, mi madre, era la mujer más estricta que yo conociera. Meticulosa. Fundamentalista del orden, el decoro y el cumplimiento de las normas. Llevaba el cabello entrecano a la altura de los hombros y era de baja estatura. Poco se parecía a mí, bastante más a mi hermana, quien había heredado sus ojos café claro y aquella sonrisa empática que yo admiraba, ya que me cedía una agradable sensación de calidez y bienestar con tan sólo contemplarla. Como si ese simple acto volviera nimios los irresolubles problemas del mundo.

Mi madre podía parecer fría y circunspecta en muchos aspectos, mas no dejaba de ser una mujer casi mayor, que había atravesado una infancia difícil. Criada en la Alemania de aquel entonces, hija de una familia numerosa donde nadie poseía la suficiente confianza siquiera con sus allegados. Había sufrido su mayor golpe de suerte al conocer a mi padre, quien debió sobreponerse a la opinión de los suyos debido a que provenía de un círculo de mayor poderío en lo referente a cuestiones económicas tanto como sociales. Si bien desconocía la crueldad del frío y el hambre, Élida había hecho cuanto estuviese a su alcance para alejar a Alina y a mí de sus raíces. Incluso ella muchas veces parecía olvidarlas, o al menos hacía un forzoso caso omiso de su recuerdo. Rara vez Élida podía ser considerada una persona cariñosa, sino en ocasiones como ésa. No obstante, su recibimiento me resultó lo que sin saber necesitaba luego de mis largos meses de ausencia.

―Te he extrañado tanto. ―farfulló una vez se hubo separado de mí. Acariciaba mi antebrazo y me contemplaba con unas pequeñas lágrimas nostálgicas en los ojos.

―También yo. ―Sonreí. Jamás supe cómo reaccionar frente a la emoción ajena―. Pero aquí estoy.

Ella suspiró, y comenzamos a atravesar el pasillo camino al hall. A nuestra izquierda, una puerta cerrada llevaba al escritorio; un cuarto misterioso en el cual tan solo unas pocas veces habíamos tenido permiso de adentrarnos, allí donde nuestro padre se encerraba a cumplir con su trabajo de escribano y a fumar puros hasta que se hiciera de madrugada. A la derecha, en cambio, podía entrever la biblioteca, que abarcaba una habitación entera de la casa. El piso era de madera y profería distintos sonidos al caminar dados los años que poseía aquella edificación. En el hall, una preciosa araña iluminaba el entorno desde el techo, bastante alto y con leves manchas de humedad. A partir de allí, a la derecha se hallaba la cocina, el lavadero y el baño principal, mientras que a la izquierda se cernían el comedor y el living, de dimensiones formidables. Frente a nosotras, se alzaba una escalera de mármol blanco que dirigía al piso superior, en el cual se hallaban las habitaciones y el salón donde mis padres realizaban reuniones sociales con sus amigos. Parecía una casa señorial, como la mayoría de los edificios antiguos de la zona, sin caer en el paulatino abandono típico de los hogares habitados por un matrimonio mayor luego de que sus hijos se marcharan en busca de horizontes. Mi madre había sabido mantener el estilo completamente en composé y a mí me encantaba.

Dejé la valija al pie de la escalera en el momento en que Kurt, mi padre, apareció por el hall, proveniente del comedor. Se limitó a abrir los brazos para que pudiese saltar a ellos, como hacía cuando era pequeña. Dio una vuelta completa conmigo en el aire y luego se detuvo, recordando que ya tenía más de veinte años, y él estaba a punto de cumplir los cincuenta. Su cabello se encontraba completamente blanco, aunque aún conservaba una tupida melena. Era de complexión robusta, portaba un semblante cándido y sencillo solía inspirar confianza en la mayoría de la gente, aunque no tuviese por costumbre la verborragia, mas bien al contrario. Le gustaba sentarse a contemplar y pensar, rara vez omitía una opinión. De él provenían mis ojos grises, los rasgos poco angulosos de mi rostro y mi sentido del humor.

Tren a BavieraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora