Su sola mención de él hizo que el recuerdo de sus extraños ojos grises, en su rostro enfurecido, me tomara por sorpresa. Me estremecí.

—Lo lamento —murmuré, pero en realidad ya no le estaba prestando verdadera atención.

—Esto es serio. ¿Te das cuenta de lo que te pudo haber pasado? —reclamó con la molestia grabada en su expresión—. Mierda, ni quiero imaginarlo.

—No volveré a irme sola tan tarde, ¿de acuerdo? —repliqué, con cierta irritación que no pude evitar—. Seré más cuidadosa.

—No vengas a enojarte, ¿me oyes? Es más, ¿sabes qué? Empezaré a ir a dejarte a tu casa.

Suspiré y, enseguida, fruncí el ceño. ¿Y si él regresaba? Por alguna razón, se me vino a la cabeza la posibilidad de que ella se pudiese encontrar con el maldito demonio. El horror ante esa sola idea me provocó una sensación de temor indescriptible. Bajo ningún motivo podía dejar que eso pasara, no debía permitir que él le hiciera algo malo. Pero, por otro lado, sabía que Diana era una persona increíblemente tenaz; mi negativa no la iba a dejar satisfecha.

Ella vio la expresión de disgusto en mi rostro, y apretó los labios en un gesto impaciente.

—¿Solo cuando sea muy tarde? —sugerí para calmarla.

Dio un suspiro, rodando los ojos.

—Bien, como quieras. Ahora, ven. —Me haló del brazo—. Warburton ya nos está cortando la cabeza con la mirada.

Me mordí el labio con incomodidad, negándome a voltear para confirmar si eso era cierto.

El día se me pasó lento, cosa que no ayudó a mitigar la inquietud que me carcomía por dentro. Los lunes casi siempre había poco flujo de gente, como si todas las personas de la ciudad se pusieran de acuerdo para no visitar nuestro local. Al terminar la jornada, Dee me ordenó entrar a su auto para ir a dejarme a casa. En realidad, temía mucho que por ello la pudiera poner en peligro de alguna forma, pero Diana Laurie era famosa entre los que la conocíamos por conseguir siempre lo que quería y yo, por otro lado, la mayoría del tiempo prefería evitar las discusiones.

En el viaje a casa pude comenzar a sentir una serenidad inexpresable, como no me sucedía desde hacía un buen rato. Me sentía ligera, imperturbable incluso por el propio bullicio de una ciudad tan grande como Portland. Además, después de casi dos semanas, finalmente la sensación de que me observaban había desaparecido.

De repente, Diana rompió mi cómodo silencio.

—¿En dónde fue que viste al acosador ese?

Um... Por esta calle, creo. —suspiré y agité la cabeza—. Tranquila, no me pasó nada malo... Y en todo caso, lo perdí de vista ese día.

Me froté los brazos, asqueada, porque el solo recuerdo de lo que pasó me hizo estremecer.

—Te ha seguido ya dos veces, hasta donde sabemos. ¿No sabes lo peligroso que es eso? ¿No ves noticias? Tienes que estar más atenta. Anda cada loco suelto.

Su preocupación me abrumó, y me encogí en el asiento del copiloto mientras me cruzaba de brazos. Diana no iba a olvidar ese incidente con facilidad y sabía que me lo volvería a recordar cada que tuviera oportunidad.

Cuando ambas cruzamos la puerta de mi casa, ella saludó a mis padres con toda confianza, esa que se había ganado a lo largo de los años, y luego a mi hermano, quien estaba echado sobre el sofá.

—¿Qué hay, Tony? —le preguntó con entusiasmo. Él alzó la vista de su celular y la saludó con un movimiento de cabeza—. ¿Sabes? El otro día vi a Jess —comentó, para luego sentarse en el otro extremo, junto a él.

PenumbraWhere stories live. Discover now