1. Las pesadillas

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Al ver mi reflejo por la mañana, me invadió una insondable rabia. Las ojeras, oscuras y abultadas, se marcaban intensas debajo de mis ojos. El cansancio por no poder dormir como correspondía durante los últimos días ya comenzaba a hacerse notar en mi cara. ¿Qué le iba a hacer? Nunca aprendí a maquillarme lo bastante bien como para disimilarlo. Suspiré con resignación.

Después despabilar con el agua caliente de la ducha, me dirigí a comer algo antes de irme a trabajar. El ver mi mamá y a mi hermano levantados antes que yo no era una sorpresa; él debía ir a la universidad y ella seguramente se había despertado para hacerle el desayuno a mi papá y despedirse de él. Tenía entendido que debía ir a una conferencia en Seattle. Como abogado, solía viajar seguido, en ocasiones se llevaba a mi madre con él, usualmente si el viaje iba a ser largo y ella no tenía ningún plan, pero según avisó ahora no estaría más de un par de días fuera. Eso me provocó algo de nostalgia, porque acostumbraba a darle un beso de despedida al menos.

Mi hermano se encontraba instalado en la mesa cuando lo saludé con la mano.

—¿Qué hay? —preguntó, con la vista pegada en el celular que tenía entre las manos—. Oye, ¿tú andabas merodeando anoche? Papá dijo que cuando se levantó la lámpara estaba encendida y... ¡Mierda! —exclamó, abriendo mucho los ojos al fijarse en mi rostro—. ¿Te fuiste de fiesta o qué?

Lo miré con cara de pocos amigos.

Cuando mamá llegó hasta donde estábamos nosotros —con dos platos de huevos fritos, tocino y panqueques—, también abrió los ojos con asombro al verme.

—¡Cariño! —exclamó con clara alarma—. ¿Estás bien? ¿Qué te pasó?

«Sí, pasó algo. Me está pasando algo», quise responderle. Pero ella me habría preguntado por detalles, y entonces me quedaría en blanco. Porque ¿qué podía decirle? ¿Que estaba teniendo pesadillas como una niña chica y que me sentía observada estando sola en casa? Mi propia madre hubiera creído que estaba empezando a volverme loca. Y no tenía el menor deseo de ir a un psiquiatra.

Negué con la cabeza, regalándole una sonrisa.

—Solo pasé una mala noche —mentí.

Sus ojos castaños estudiaron mi rostro con cuidado, pero finalmente se limitó a asentir y se sentó a nuestro lado. Ignoré cómo mi hermano bromeaba diciendo que me parecía a un mapache, y engullí mi desayuno en silencio hasta terminarlo. Antes de marcharme, le pregunté a mi madre si es que tenía píldoras para dormir. No había considerado esa opción antes porque yo siempre he detestado ingerir pastillas, pero ya no podía soportarlo más.

Me sentía demasiado cansada.

Anthony salió de la casa al mismo tiempo que yo. Tuve que admitir que lo miré con cierta envidia cuando le vi irse en su flamante jeep rojo a la Universidad Estatal de Portland. Aunque yo también sabía conducir, pero cuando nuestros padres nos ofrecieron un auto a cada uno decliné porque sentía que era un gasto ridículamente inmenso, considerando que al único lugar al que iba era mi trabajo. Mi hermano, en cambio, tenía una vida social muy activa y, por ende, lo necesitaría más. En momentos como este, cuando no quería tomar el transporte público, me arrepentía. A veces solía creer que la mayoría de las decisiones que tomaba en la vida eran erróneas.

Caminé arrastrando los pies por la acera hasta llegar al paradero del autobús que me acercaba al Monette's Coffee, el sitio donde trabajaba. Me hubiera encantado dormir un poco en el trayecto, pero el viaje no era tan largo y temí pasar de largo. Inclusive, si me levantaba más temprano, podía llegar a pie; pero significaría reducir mis horas de sueño y eso era lo que menos quería ahora.

PenumbraWhere stories live. Discover now