Suspiré.

La película parecía algo antigua y los actores no me eran familiares, por lo que no logró llamar ni una pisca de mi atención. Lo bueno era que el aburrimiento de a poco estaba logrando que mis párpados se volvieran pesados. Si seguía así, quizá podría regresar a dormir más rápido de lo que había pensado.

Pero, entonces, algo en el ambiente cambió.

En ese momento, un espantoso presentimiento —desgraciadamente, ya familiar— me invadió por completo. Sentí de súbito algo así como un peso invisible a mis espaldas, que se extendió como una oleada de hielo por todo mi sistema. Mis latidos empezaron a acelerarse.

Era esa extraña sensación de cuando alguien te mira fijamente.

Barrí con la vista en derredor, aunque sabía que no había despertado a nadie. Tragué saliva. Inspiré y espiré muy lento, convenciéndome de que estaba sola. Era imposible que alguien más estuviera ahí conmigo en la sala de estar de mi casa, en plena madrugada.

Cerré los ojos con fuerza. Este presentimiento no era nuevo, al menos, no en los últimos días. El desagradable presentimiento de ser espiada me llevaba acompañando más o menos desde que las pesadillas empezaron. Llevaba poco más de una semana sintiéndome igual, como si, de la nada, alguien a quien yo no podía ver comenzara a mirarme fijo, sin importar que estuviera sola.

Así como ahora.

Agité la cabeza. Abrí los ojos y, luchando contra mis pulsaciones frenéticas y mi acelerada respiración, me puse de pie. Ya tenía diecinueve años, no podía espantarme por creer que alguien invisible me observaba en mi hogar, solo por tener las luces apagadas y haber tenido una estúpida pesadilla. En la calle podía ser entendible, pero no en la sala de estar de mi casa a las tres de la mañana.

Tomé el control remoto, apunté y apreté el botón de apagado, pero éste no reaccionó. Lo intenté de nuevo, y luego golpeé el aparato con la otra mano. Tampoco sirvió, seguro las baterías habían muerto. Gruñí echando la cabeza hacia atrás, por pura frustración y cansancio.

Así que me acerqué a la tele para hacerlo de forma manual. Pero entonces, el televisor comenzó a emitir unos ruidos extraños.

Me congelé.

Las voces de los actores empezaron a sonar distorsionadas e inentendibles. Líneas verticales aparecieron por toda la imagen, volviéndola borrosa. Nunca me había ocurrido nada parecido antes. ¿Qué era eso? ¿Acaso algo estaba haciendo interferencia?

De pronto, la pantalla se puso totalmente gris con puntos negros, y chirriaba con ese horrible sonido de cuando no hay programación. Una ligera capa de sudor se me formó en la frente mientras sentía que un peso incómodo me atenazaba el estómago.

«No pasa nada», me convencí, a pesar de que estaba a punto de echarme a llorar del miedo. «Es la señal, está fallando. Eso todo. No pasa nada».

Di los últimos pasos que me quedaban para llegar al maldito aparato y estiré el brazo para pulsar el botón, temblando. Cuando se apagó, mi corazón se detuvo al ver el reflejo de la pantalla en negro. El nudo que tenía en la garganta me impidió gritar.

Me di la vuelta, pero el pasmo y la confusión me inundaron al darme cuenta de que ahí no había nadie. ¿Cómo? No era posible: estaba más que segura de que había logrado mirar una enorme figura oscura, justo detrás de mí.

Sin apagar la lámpara, me fui tan rápido como pude, directo a mi habitación. Ni siquiera me importó hacer ruido al pasar por las escaleras.

No pude conciliar el sueño en lo que quedó de la noche.

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