III. Adaptación

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Con el sonido del alegre canto de las aves y los pescadores que ya desde antes del amanecer faenaban en el puerto y se preparaban para salir de pesca, el pueblo despertó y, con el, sus habitantes.
Cuando los primeros rayos de sol apenas despuntaban sobre las montañas, las calles de la villa ya eran un hervidero de vida.
El día empezaba temprano para los pueblerinos que desde buena mañana desempeñaban sus labores.
Con el alba, el pueblo se llenaba de actividad y se generaba cierto barullo.
Y, de entre todo ese ruido, el que la despertó no fue otro que el de su propio estómago que rugía con rabia por seguir en ayunas.
Parpadeó varias veces, molesta por la luz del sol que ya bañaba los tejados. Sus orejas se movieron captando todo el sonido que la rodeaba y, aún sin terminar de asimilar donde estaba ni que estaba pasando, se irguió asustada como reaccionando al peligro pasado la noche anterior.
No tardó, sin embargo, en darse cuenta de que seguía en el tejado, escondida detrás de una chimenea donde nadie la veía. Respiró aliviada sabiendo que, al menos de momento, estaba a salvo.
Tampoco estaba en posición de relajarse de todos modos. Seguía muriéndose de hambre.
A pesar de su...no precisamente ventajosa situación, el ajetreo de las calles la atraía enormemente y no pudo evitar asomarse, con cautela, para ver más de cerca las actividades que realizaba la gente allí abajo.
Rebosaba curiosidad y, desde la seguridad de las alturas sentía que podía permitirse cotillear un rato.
Para su sorpresa, descubrió un mundo mucho menos oscuro de lo que en un principio le había parecido. Si bien era cierto que esa gente la odiaba por algún motivo, no le pareció que fuesen precisamente malas personas.
Aún había muchas cosas que no entendía y que la asustaban muchísimo, pero no necesitó mucho más de cinco minutos para, en cierto modo, simpatizar con los aldeanos.
Eso no significaba que se atreviese a dejarse ver, ni mucho menos. Los moratones y las heridas que se había hecho huyendo de los pescadores seguían latentes en su piel y eran un recordatorio de que no era bienvenida en aquél lugar.
Sin embargo, viendo como aquella gente vivía su vida desde otra perspectiva, no era capaz de odiarlos. O al menos, no del todo.
Decidió no alargar demasiado el vistazo ya que había asuntos más importantes que debía solucionar cuanto antes. Lo primero y lo más vital era la comida. El vacío en sus entrañas era hasta doloroso.

Por el olor que emitía el pescado robado la noche anterior deducía que había dejado de ser comestible. Al haberlo sacado del baño de sal se había podrido en pocas horas. Gruñó por lo bajo y lo tiró, muy a su pesar. Antes de levantarse a buscar algo que llevarse a la boca se cogió los pies y comprobó los cortes de sus plantas. Por suerte no eran heridas profundas y algunas a penas podían considerarse rasguños. Tampoco dolían tanto como horas antes. Era un gran alivio ya que sospechaba que tendría que moverse mucho con tal de encontrar algo de alimento. Se puso en pie y dio un par de pasos. Molestaban, pero eran aguantables.

Agazapada y despacio, empezó a desplazarse por los tejados. Se asomaba de vez en cuando, esperando encontrar un pedazo de pan desatendido o una calle vacía en la que pudiese rebuscar en la basura. Sin embargo, las horas antes del mediodía eran las más frenéticas. Todos hacían sus labores y recados y los niños jugaban alegres disfrutando del hermoso día. En resumen, todas las calles y avenidas eran un bullicio. El tiempo y el hambre apremiaban y empezaba a frustrarse. El hecho de no poder bajar por miedo a ser apaleada la llenaba de impotencia.

Varias horas muy largas después, se encontraba ante un mercado en el centro de la villa. El lugar rebosaba color y vida por los cuatro costados y una oleada de miles de aromas llenaba sus fosas nasales, mareándola. Se frotó la nariz y revisó desde el techo de una iglesia toda la plaza en la que estaban montadas las tiendas. De nuevo, demasiada gente. Ya era casi mediodía y la multitud empezaba a regresar a sus casas para la hora de comer, pero seguían habiendo muchas personas. Miró a los lados y, como un milagro, vio a su derecha un árbol cargado de frutas de un color entre rosado y anaranjado. Y lo mejor, estaban a su alcance. Se apresuró a coger unas cuantas y le dio un gran bocado a una sin tan siquiera preocuparse por la corteza. Cuando la mezcla de dulce y ácido y los sabrosos jugos de la fruta llegaron a todos los rincones de su boca, no pudo contener las lágrimas y estas empezaron a rodar por sus mejillas. Era deliciosa, estaba perfectamente madura y el hambre voraz que tenía tan solo la hizo disfrutar aún más de cada mordisco.

Comió hasta hartarse y se tumbó al sol, descansando de toda la mañana dando vueltas. Contempló las nubes pasar lentamente sobre ella, impasibles. Vio como el Sol se desplazaba por el cielo y tuvo mucho tiempo para pensar y ordenar sus ideas. Una cosa estaba clara, la gente del pueblo no tenía por que ser necesariamente malvada. Existía una evidente diferencia física entre ella y aquellas personas pero, lo que no lograba entender era, ¿realmente eso importaba tanto? ¿Todo el odio se debía solo a su apariencia? Ella no les había hecho nada, ¿o sí? No poseía ningún recuerdo anterior a su despertar en aquél extraño lugar. No logró sacar nada en claro de aquella larga reflexión. Al menos descansó unas horas y se recuperó un poco del dolor en los pies. A demás, el estómago lleno aliviaba enormemente su situación. También había encontrado un lugar seguro al que acudir donde tenía acceso a alimento. Dentro de lo malo-pensó-no estaba tan mal.

Decidió pasar la noche allí, acompañada nuevamente por el manto de estrellas que velaba su sueño. Al día siguiente fue el ajetreo del mercado lo que la despertó.
Los tenderos eran madrugadores y antes de que el sol saliese ya habían expuesto todas sus mercancías y víveres.
Cómo el problema de la comida se había solucionado, en parte, decidió aprovechar ese día para explorar los alrededores del pueblo. A parte de que le parecía una buena idea alejarse de la gente, quizás encontraría refugio o algo de provecho en el bosque. No perdía nada por comprobarlo.
De nuevo se desplazó por los tejados, saltando de uno en otro cuando era necesario. Su cuerpo delgado era muy ágil y se sentía cómoda en las alturas. No tenía ninguna dificultad en desplazarse por superficies empinadas. Apenas estaba empezando a entender cómo funcionaba su propio cuerpo. Estaba aprendiendo de cero cómo lo haría un bebé.
No era fuerte ni demasiado resistente, pero era elástica, ágil y veloz.
En aquellos días tan ajetreados había podido comprobar cuales eran sus puntos fuertes y flacos y había aprendido a aprovechar cualquier ventaja que su cuerpo le proporcionase.
Decidió dirigirse primero a la orilla del río. Se alejó lo suficiente del puerto para que nadie la molestase y una vez sola, se relajó metiendo los pies en el agua. La frscura del agua le produjo una sensación balsámica. El alivio que sintió en las plantas de los pies fue increíble.
Se recostó moviendo las piernas de arriba a abajo. Estaba en el cielo en ese momento.
Se quitó la ropa y aprovechó para limpiarse y asearse un poco. Agradeció quitarse toda la roña que tenía encima. También lavó más o menos su ropa. El vestido antes era precioso pero ahora estaba destrozado, hecho girones y lleno de barro. De todos modos, necesitaba ropa distinta. Era algo incómodo moverse con eso. Dejó la ropa secándose sobre una roca y ella se tumbó a tomar un poco el sol. Cómo la tela era muy fina y el sol matinal calentaba bastante, no tardó demasiado en secarse. Una vez vestida, se sentía mucho más ligera y cómoda ahora que estaba limpia.
Vio cerca de allí un pequeño muelle abandonado. Al parecer con los años, el agua había dejado de llegar a este, por lo tanto había quedado en desuso. La madera estaba raida por el tiempo y la humedad, pero no le pareció un mal escondite temporal. Estaba alejado del pueblo y tenía una especie de techo, a demás, ese lugar le gustaba mucho.
Durante el resto del día alicató el pequeño muelle e improvisó unas paredes con cañas que crecían cerca del río.
Con eso descubrió que a demás de atlética, era bastante mañosa. Al atardecer volvió al pueblo a recoger algo de fruta pero decidió no pasar la noche allí y volver a su nuevo escondite. Llegó al rio cuando el cielo ya estaba oscuro y se sentó cobijada en su diminuta choza. Disfrutó de la dulzura de la fruta y cuando su estómago estuvo lleno se recostó dispuesta a dormir.
Estaba contenta. Tenía muy poco, pero el simple hecho de tener algo ya la llenaba por dentro. Poco a poco iba adaptándose y, en cierto modo, ya no sentía tanto miedo.

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