I. Renacer

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Se despertó. Tomó una intensa bocanada de aire, como si sus pulmones se llenasen por primera vez. Arqueó la espalda al mismo tiempo que se erguía precipitadamente, como quien se despierta de una pesadilla.
Todo daba vueltas, la sensación de mareo y las náuseas la obligaron a permanecer inmóvil hasta que remitieron lo suficiente para moverse de nuevo.
Unos incómodos momentos de confusión y malestar siguieron su repentino despertar. Había cerrado los ojos al ver toda la estancia girar a su alrededor y sólo se atrevió a abrirlos nuevamente cuando estuvo segura de que aquel estupor había desaparecido. Aún así, se tomó su tiempo antes de empezar a moverse.
Su vista tardó unos instantes en enfocarse y hasta entonces, no fue capaz de apreciar ningún detalle del lugar en el que se encontraba. Lo único que había podido deducir era que estaba tumbada sobre roca fría y pulida.
Finalmente sus ojos se adaptaron por fin y fue capaz de apreciar lo que la rodeaba. Se encontraba en una estancia no demasiado amplia, constituida por cuatro muros sin ventanas que no debían medir más de cinco metros cada uno. Las paredes de roca grisácea estaban llenas de relieves y pinturas que no entendía. Mostraban a un pueblo de criaturas con aspecto humano pero con rasgos propios de un zorro como las orejas y la cola.
No podía pensar con claridad. Notaba una especie de zumbido en la cabeza que no la dejaba terminar de despertarse del todo. Era muy incómodo. Se llevó las yemas de los  dedos a las sienes masajeándolas suavemente, esperando que aquel efecto confuso disminuyese.
Finalmente su mente se fue despejando, lo suficiente para darse cuenta de algo inquietante. Algo faltaba, tenía una extraña e incómoda sensación de vacío en su interior, sin embargo no lograba entender que sucedía exactamente.
Se asustó y volvió a mirar a su alrededor esperando encontrar a alguien que la ayudase, pero estaba sola. La estancia seguía igual de vacía como lo estaba un par de minutos atrás.
Al principio no se atrevió a moverse del pedestal de roca pulida en el que se encontraba, pero finalmente se armó de valor y bajó los pies descalzos de la superficie gélida de la roca. Sus dedos rozaron agua y sintió un escalofrío recorrer su espalda al sentir aquel contacto refrescante.
Terminó de introducir los pies en el agua y se levantó, pero no por mucho tiempo ya que las piernas le flaquearon y cayó de bruces, empapándose el vestido de seda blanco que llevaba. Gimoteó y acto seguido hizo un nuevo intento de levantarse, esta vez con algo más de éxito. Sujetándose del pedestal logró reunir la fuerza suficiente par mantenerse de pie. Con mucho cuidado y sin soltarse de su apoyo dio unos pequeños pasos torpes y dudosos.
Después de unos minutos de práctica, se atrevió a soltarse y a andar por si misma. Soltó un leve quejido al salir del agua y sentir la roca áspera bajo sus pies.
Aún con pasos cortos y titubeantes se acercó a la pared más cercana en la que se apoyó para recuperar el aliento. No sabía cuanto tiempo había estado dormida, pero ese letargo había debilitado enormemente su cuerpo.
Se colaba una luz cegadora por el ancho arco de piedra que servía de puerta a la estancia y, sin saber que más hacer, se encaminó hacia ella.
Aún apoyada en la pared, siguió caminando hacia la entrada. Deslizó los dedos sobre los jeroglíficos que le evocaban algo que no sabía explicar.
Ese lugar le producía una extraña sensación agridulce pero no entendía, o mejor dicho no recordaba el contexto detrás de su presencia en aquella especie de templo.
Finalmente llegó a la puerta. Sus ojos se tomaron su tiempo para acostumbrarse a la hiriente luz del sol que parecía no haber presenciado en su vida.
Una brisa agradable revolvió su fino cabello rojo y los mechones que se esparcieron por su rostro le hicieron cosquillas.
Aquella fue la primera experiencia gratificante que recordaba haber vivido.
Cuando logró por fin abrir los ojos, la vista que los recibió la dejó sin aliento. El templo estaba ubicado en la cima de un monte desde el cual se podía contemplar un paisaje de una belleza exuberante.
La primavera parecía rozar las briznas de hierba que llenaban toda la superficie de la colina, como si de un mar verdoso se tratase. El viento las mecía gentilmente y llenaba el ambiente de un agradable aroma a naturaleza.
Respiró profundamente y sintió sus pulmones llenarse de aquél aire revitalizante.
Dio un largo vistazo al lugar, queriendo dejar plasmados en su mente todos los detalles de aquél idílico paisaje.
Se apreciaban a lo lejos unas montañas púrpura con las cumbres aún parcialmente cubiertas por las últimas nevadas.
Un río discurría tranquilo algo más abajo, en el valle. En sus orillas se levantaba un pequeño pueblo de pescadores.
El pueblo se veía delimitado por un bosque de pinos que se extendía a lo largo del valle y parte de la colina.
Se decidió entonces a explorar.
Aquél mundo que se abría por primera vez ante ella era demasiado atractivo cómo para quedarse escondida en aquél templo hasta sentirse con más fuerzas. Aún con debilidad en las piernas, pero esta vez con el pequeño empujón de una recién nacida curiosidad, bajó poco a poco las escaleras del templo. Una sensación increíble la inundaba. Poco quedaba del estupor del despertar. Ahora estaba llena de energía.
Llegó al último escalón y sus pies sintieron por primera vez la frescura de la hierba. Rió por las cosquillas que le produjo y se agachó para sentir aquella suavidad con las manos.
Una venada juguetona se apoderó de ella y se echó sobre el césped, rodando colina abajo. Cuando la inercia dejó de hacer efecto y se detuvo se quedó largo y tendido tumbada, contemplando las esponjosas nubes surcar el cielo. La brisa acariciaba su piel y su cabello y el cálido sol primaveral caldeaba su piel que, tras su letargo iba recuperando poco a poco su temperatura normal. La sensación no podía ser más agradable y la preocupación y el malestar desaparecieron por completo. Se le olvidó por unos instantes el hecho de que, efectivamente no recordaba nada y simplemente se dejó abrazar por la naturaleza.
Cuando se decidió a levantarse siguió paseando por la colina, cada vez con más fuerzas. Disfrutó del lugar, del aroma, del viento y de las vistas hasta que el hambre empezó a apretar su estómago.
El sol empezaba a ponerse y por allí no había nada que llevarse a la boca. No había ningún árbol frutal cerca por lo que no le quedaba otra que acercarse al pueblo a orillas del río.
Caminó con ritmo ligero hacia el, sin embargo a cada paso que daba, una inseguridad iba creciendo en su interior, hasta el punto en que se detuvo a no más de quinientos metros de la localidad con un nudo en la garganta que le impedía hasta respirar correctamente. Sentía un miedo irracional que parecía nacer de lo más profundo de su instinto. No quería acercarse más. Sabía que algo no estaba bien en ese lugar.
Pero tenía mucha hambre.
Casi caía la noche cuando los gruñidos de su estómago la obligaron finalmente a internarse en las pintorescas calles de la villa.
La sensación de desasosiego sólo fue en aumento cuando se topó con los primeros pueblerinos.
Las miradas de estos la acuchillaban sin piedad. Sus expresiones iban del odio al miedo, pasando por el asco y la indignación. Estaban absolutamente escandalizados y no tardaron en empezar a abuchearla. Algunos huían de ella, las ventanas se cerraban a su paso y una lluvia de hortalizas se abalanzó sobre ella.
Empezó a correr, aterrorizada. Los aldeanos le gritaban y algunos se las apañaron para incluso golpearla.
Con el corazón golpeándole el pecho huyó hasta el puerto y se escondió detrás de unas cajas llenas de pescado.
Entre sollozos y respiraciones entrecortadas se apartó cómo bien pudo la suciedad y el barro del vestido que, instantes antes había sido espléndido y hermoso.
Se acurrucó en aquél escondite improvisado y se vio reflejada en un charco que había cerca de ella.
Era diferente a ellos. Sus rasgos la hacían distinta y por lo tanto no era aceptada.
Se llevó la mano a una de sus orejas, que se encontraban en lo alto de su cabeza y eran puntiagudas y peludas, como las de un zorro.
A demás tenía una larga cola, igualmente peluda y del mismo tono que su cabello, rojo cómo el fuego.
Ella era una criatura muy parecida a los humanos, pero no lo suficiente cómo para que la aceptasen.
Aún no entendía por que la odiaban, ella no les había hecho nada, tan sólo buscaba ayuda.
Lloraba desconsoladamente intentando encontrar una respuesta a aquella incertidumbre. Se sentía horriblemente mal tras aquél trato.
Esto sumado con la confusión que ya de por si sentía la hizo sentirse incluso peor.
Estaba sola, sin ningún recuerdo y rodeada por un mundo que la odiaba.

Fox TearsWhere stories live. Discover now