DOCE

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Cuando entré en la habitación caminé hacia la camilla subiéndome a esta de un salto y coloqué las manos sobre mis muslos, jugando con el dobladillo de mi falda mientras mis ojos vagaban por la sala fijándome en cada detalle de ella. No me sorprendía que mi padre tuviera una especie de enfermería en una de las tantas plantas del hotel. Más de alguno solía hacerse daño y tenían que tener algún lugar para curar sus heridas, un hospital no era muy buena idea porque harían bastantes preguntas a las que no convenia responder.

La única razón por la que me encontraba aquí era por mi padre. Después de lo ocurrido en el bar me negué a ir a un hospital porque no lo veía necesario, me encontraba bien y no me moriría por un golpe que apenas había causado algún daño. Pero insistió tanto en que debía ir a una revisión que no me quedó otra opción que permitirle al médico privado de los chicos echar un vistazo a mi herida.

—¿Me permites? —preguntó el medico acercándose a mi y cuando asentí me tomó del rostro examinando mi pómulo—. No tienes infección y el golpe es superficial, por suerte. Aunque si lo tienes algo hinchado y bastante morado, pero no es nada de lo que haya que preocuparse.

Le di una mirada de <te lo dije> a mi padre que se encontraba en la otra punta de la habitación y rodó los ojos con fastidio, eso me hizo reír internamente.

—¿Necesita algo para la herida? —habló mi padre mirándome con seriedad.

Vale, estaba bastante cabreado, no solo porque me habían hecho daño, sino por cómo me negué durante días a venir a una consulta.

—Le recetaré una crema que ayudará a cicatrizar y bajar la hinchazón —le respondió mientras se retiraba los guantes—. Deberá ponérsela dos veces al día, una cuando se levanta y otra cuando se acuesta.

Le di las gracias, bajé de la camilla y comencé a caminar hacia la puerta para marcharme mientras mi padre hablaba con el médico. En medio de la conversación me dio una mirada que entendí al instante y una vez fuera me dirigí a su despacho, dos plantas mas arriba. Dentro me senté en la silla del escritorio y miré el techo con aburrimiento, porque sabía perfectamente que en cuanto mi padre llegara tendría que aguantar una charla para nada agradable que, claramente, no me apetecía escuchar ni aunque me pagaran.

Miré la mesa, limpia y ordenada, pero con una carpeta marrón que llamó mi atención. Alejé de mi cabeza el pensamiento de agarrarla porque sería una falta de respeto a la intimidad de mi padre, pero la necesidad de abrirla era cada vez más grande y, tras debatir unos minutos conmigo misma, acabé por tomarla entre mis manos y abrirla.

Alcé mis cejas con sorpresa al ver que la carpeta contenía una gran cantidad de papeles que trataban sobre alguien, pero no de cualquier persona, sino de Ryan. Había todo tipo de datos sobre él, familiares, personales, profesionales. Leí la información por encima porque no encontré nada realmente interesante, solo que había trabajado para una empresa de alta seguridad con muy buena fama y que, por alguna razón desconocida, en sus datos familiares había un nombre tachado imposible de descifrar. Parecía como si alguien estuviera decidido a borrar a aquella persona por la brutalidad que se usó en tacharla.

Escuché unos cuantos pasos en el pasillo acercándose al despacho y con rapidez guardé todos los papeles y coloqué la carpeta donde la había encontrado tratando de ser lo más cuidadosa posible para que mi padre no notara que alguien la había tocado. Si se daba cuenta, estaría mas que jodida.

La persona dueña de los pasos entró en el despacho y se me revolvió el estómago al ver quien era, Ryan. Una pequeña sensación de culpa me invadió por haber estado husmeando sobre su vida personal sin su consentimiento.

—Que alegría verte por aquí, niñata —dijo apoyándose sobre el marco de la puerta con su hombro—. Aunque la verdadera alegría sería no verte la cara.

Balas perdidas ©Where stories live. Discover now