La Vida Estudiantil

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Las cosas cambiaron radicalmente entonces. Habiendo aprobado con buena calificación su primera evaluación bimensual, ya le estaba permitido adentrarse en las profundidades de la Biblioteca, y no perdió tiempo para hacerlo lo antes posible. Ocupaba toda una torre, del doble de ancho que las torres de estudio, y estaba llena de libros y pergaminos con todos los conocimientos de la magia que se habían recolectado con el pasar de los siglos. No pasó mucho antes de que Leonard leyese la mayoría de los libros sobre termomagia y pasara a otras ramas de la magia con el mismo interés. Llegó a tener una mesa propia, ya que la usaba con tanta regularidad que los pocos alumnos que iban a la Biblioteca la dejaban libre y Leonard aprovechaba esto para dejar allí los libros que le quedaban por leer. El término "rata de biblioteca" no tardó en ser aplicado al referirse a él, aunque no siempre de forma despectiva. Los profesores que frecuentaban la Biblioteca a veces, fuera por equivocación o destino, terminaban sentados frente a él con un libro o pergamino sobre el mismo tema que le interesaba en aquel momento y debatían hasta que el bibliotecario apagaba las antorchas, indicando que estaba por cerrar. Así, Leonard se ganó la amistad del profesor Lekim, la profesora Santana e incluso de la Decana, que nunca reveló su nombre o título hasta que ya se saludaban al encontrarse con gran familiaridad. Los rumores de esto llegaron hasta el Director Secundario, que no tardó en darse cuenta de que probablemente tenía a uno de los mejores alumnos en los últimos cien años y quería aprovecharlo.

Cinco años pasaron de esta manera. Leonard seguía dividiendo el tiempo entre sus clases, sus amigos y la Biblioteca. Durante la Destinalia, la fiesta en la que el Ilyceum permanecía cerrado por mes y medio y los alumnos eran enviados a sus casas. Nada le parecía más aburrido a Leonard que regresar a su pequeña cabaña a las afueras de Skyr del sur. La mujer que se encargaba del aseo, empleada por su tía Bruñilde, decía que el muchacho solo se encerraba a leer y salía únicamente cuando recibía una carta de sus compañeros de clase para ir de excursión a las montañas o de visita a Nueva Ilya. Leonard solía perderse en las interminables calles y avenidas de Capitalya, junto con Amy, Maldeleine y Witty. Las gentes de Nueva Ilya eran amables, pero un poco orgullosas, a pesar de no haber nacido realmente en aquella porción de tierra resurgida después de miles de años. La ciudad rebosaba de vida tanto de día como de noche, y sobre ella se veían a toda hora navíos ir y venir, llevando mercancías o patrullando. Incluso llegó a ver al Pegaso Áureo, con su enorme cuerno de alastorcita celeste hendiendo el cielo matutino y arrancando destellos. Leonard no conocía al capitán de aquel navío ni mucho menos recordaba su nombre, pero se sabía que era entrenado personalmente por el Sabio Leigh Lamb, ya que era un portador bastante poderoso. Visitaron los templos, excepto el de la Muerte, que siempre presagiaba el fin. Aunque les sucedió algo extraño al salir del templo de Naturaleza. Aun embriagados con el olor floral del interior del templo, salieron a la luz del mediodía mientras Maldeleine le decía a Witty que debería pedir que Naturaleza le construyera una novia a base de helechos y madera. Un extraño se les acercó justo después de que Leonard se negara a ir al templo de la Muerte.

– ¿Por qué no entrar al menos a presentar sus respetos? No creo que le importe mucho, es un dios, pero de todos modos–dijo el extraño con voz aterciopelada. Vestía una sencilla camisa de color ladrillo y unos pantalones negros raídos.

– La Muerte no escucha a nadie, siempre hace lo que quiere–dijo Witty, desafiante.

– Bueno–dijo el desconocido–, en eso tienes toda la razón.

Y así, tan repentinamente como llegó, se fue al templo de la Muerte. Guiado más por la curiosidad que por el deber, Leonard les dijo que deberían pasar por el templo, ya que nunca lo había visto.

El templo era como los otros, amplio y con una enorme cúpula por techo. Pero tenía ciertas facultades que lo diferenciaban del resto. En el centro se alzaba una estatua de una figura encapuchada, pero su túnica era tan ajustada que podían verse los músculos del torso, espalda y brazos. A Leonard le parecía vagamente familiar, pero desechó el pensamiento con un ademan. Los otros estaban impresionados, sobre todo Kwen, que pocas veces salía de su ensimismamiento para admirar algo que no fueran libros o fórmulas mágicas.

– Si la muerte estuviera así de atractivo no me importaría morir un par de veces–dijo.

Todos rieron, excepto Maldeleine, que miraba pensativa la estatua y suspiraba. Lo que no le dijo a nadie fue que un sentimiento de aprehensión se apoderó de ella desde el instante en que entró en el templo. La oración no era el vehículo para llegar a los dioses, les comentó el sacerdote del templo, cuyos ropajes negros lo hacían mimetizarse con las sombras, que eran abundantes a pesar de la luz que entraba por la cúpula de cristal sobre sus cabezas.

– ¿Cómo se le pide a los dioses, entonces? –preguntó Witty con curiosidad, su abuela solía hacerlo constantemente con una oración fija que aprendió de su madre y está de su madre.

– Ellos no escuchan oraciones, ni toman el lado de nadie en particular–explicó el sacerdote sin apartar los ojos de la estatua–. Existen para mantener el equilibrio en el Multiverso, pues si concedieran favores a todos los que oran el equilibrio se desmoronaría al instante. Honramos el hecho de que existan, y venimos a estos templos no a orar, sino a sentir su poder y pensar sobre lo que representan, con la esperanza de que nos ayude a sobrellevar aquello por lo que estemos sufriendo.

Aquella fue una revelación interesante, pensó Leonard. Si los dioses no escuchaban plegarias ¿en qué gastaban su tiempo? No bien se hizo aquella pregunta el sacerdote se giró y lo miró fijamente. Puede que sea un mentalista, pensó Leonard devolviéndole la mirada. Pero si escuchó aquel pensamiento el anciano no se dio por enterado y siguió cuidando del templo, limpiando concienzudamente cada esquina con un pañuelo tan negro como sus ropas.

Se retiraron en silencio. Maldeleine no podía apartar la vista de la estatua, y solo cuando estuvieron afuera a la luz del día pensó unos instantes en si aquello era un presagio. Abundaban las historias en las que los dioses avisaban de tragedias a través de gestos tan simples como efectivos, pero ella no conocía a nadie que hubiese tenido aquella sensación, o era muy probable que la hubieran tenido pero nunca hicieron nada al respecto, llevándose aquella revelación a la tumba.

Un Viaje a los Bosques de G'aiaWhere stories live. Discover now