XI: EL POZO DE AGUA

1.4K 71 1
                                    

Ocho días estuvimos con el Principito arreglando mi avión. Tuvimos que caminar hasta encontrar un pozo de agua y calma nuestra sed. Sentados en la arena, esperando el día, volvimos a conversar:

—Es necesario que cumplas tu promesa —dijo el príncipe.

—¿Qué promesa? —Me inquieté un poco.

—Tú lo sabes: un bozal para mí cordero. Soy responsable de esa flor.

Volví a sacar papel y lápiz, y dibujé un bozal. Sentí el corazón oprimido cuando se lo dí.

—Estás planeando algo que no me dices, ¿verdad? —quise suponer.

—¿Sabes?... Cuando caí a la tierra, aterricé muy cerca de aquí.

—Entonces... No te pasabas por casualidad por aquí la mañana en que te conocí, ¿verdad? —supuse de nuevo—. Volvías hacia el punto donde caíste.

Recordé que el Principito nunca responde a las preguntas que se le formulan.

—Debes trabajar ahora —dijo—. Debes volver a tu máquina. Te espero aquí junto al pozo de agua. Vuelve mañana por la tarde.

♣♣♣


Al costado del pozo había una vieja ruina de piedra. Cuando regresé de mi trabajo, la tarde del día siguiente, vi de lejos al Principito, sentado allí arriba con las piernas colgando. Lo escuché hablar y otra voz le respondió sin duda, puesto que contestó:

—¿Tienes buen veneno? ¿Estás segura de no hacerme sufrir mucho tiempo?

Me detuve como corazón oprimido. Pero seguía sin comprender.

—Ahora vete, quiero volver a descender —escuché decir al Principito.

Entonces la vi: erguida se levantaba hacia el Principito una de esas serpientes amarillas que logran ejecutarte en treinta segundos.

Comencé a correr mientras buscaba el revolver en mi bolsillo, al oír el sonido que hice, la serpiente se dejó deslizar por la arena como chorro de agua que se muere. Y sin apresurarse demasiado, se escurrió entre las piedras con un ligero sonido metálico. Llegué al muro justo a tiempo para recibir en brazos a mi hombrecito, pálido como la nieve.

—¿Qué historia es esta? —gimoteé—. ¿Ahora hablas con las serpientes? —le aflojé su eterna bufanda de oro, le mojé las sienes y le hice beber y no me atreví a preguntarle nada. Me miró gravemente y rodeó mi cuello con sus brazos.

Sentí latir su corazón, como el de un pájaro que muere.

—Estoy contento de que hayas podido reparar tu nave —me dijo débilmente.

—¿Cómo sabes? —Me atreví a preguntar.

—Yo también vuelvo a mi casa —me respondió.

Lo estreché en mis brazos como a un niño. Sin embargo, me pareció que se escurría verticalmente hacia un abismo, sin que pudiera hacer nada por retenerlo.

—Tengo un cordero. Y tengo una caja para el corder, y tengo el bozal —dijo quedito.

De nuevo, me sentí helado por la de sanción de lo irreparable. Y comprendí que no soportaría la idea de nunca más oír su risa.

—Esta noche, hará justamente un año que llegué. Mi estrella se encontrará exactamente en el lugar donde caí el año pasado —volvió a decir.

—¿Verdad que es un mal sueño eso de la estrella, de la cita y de la estrella? —quise preguntar.

—Nunca vemos lo que es importante —me dijo.

—Seguramente sí —le dijo yo.

—Es como una flor: si amas a una flor que se encuentra en una estrella, es agradable mirar el cielo por la noche. Todas las estrellas están florecidas.

—Seguramente, sí —quise no llorar.

—Por las noches mirarás las estrellas. No te puedo decir dónde está la mía porque mi casa es muy pequeña. Pero será mejor así, porque mi estrella será para ti una de las estrellas y entonces te agradará mirar todas las estrellas. Y entonces te voy a hacer un regalo.

Gimoteé.

—Ay hombrecito mío. Me gusta oír tu risa.

—Precisamente será mi regalo —dijo.

Comencé a llorar.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

Después de un rato, me dijo:

—Cuando mires al cielo por la noche, como yo habitaré en una de ellas, como yo reiré en una de ellas, será para ti como si ríeran todas las estrellas. Tú tendrás estrellas que saben reír y cuando te hayas consolado (siempre se encuentra el consuelo), estarás contento de haber conocido. Serás siempre mi amigo. Tendrás deseos de reír conmigo. Y abrirás tu ventana, así por placer. Y tus amigos se asombrarán de verte reír mirando al cielo, entonces les dirás: «Sí, las estrellas siempre me hacen reir» y ellos te creerán loco. Te habré hecho una muy mala jugada —Y reía y reía y reía y no dejaba de reír. De repente, su puso serio—. Esta noche...

—No me separaré de ti —le quise decir.

—Parecerá que sufro. Parecerá un poco que me muero. Pero no vengas a verme. No vale la pena.

—No, me, separaré, de, ti —quise decir con lágrimas en los ojos.

—Bien —dijo —, eso es todo.

Vaciló un momento, luego se levantó, dio un paso; yo no podía moverme. No hubo más que un relámpago amarillo cerca de su tobillo. Quedó inmóvil un instante, no gritó. Cayó suavemente, como cae un árbol, en la arena. Ni siquiera hizo ruido.

El PrincipitoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora