III: EL PAÍS DE LAS LÁGRIMAS

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Hubiera deseado empezar esta historia a la manera de cuentos de hadas. Hubiera deseado decirles: había una vez un principito que habitaba un planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo. Y yo fui su amigo. Él creía que yo era semejante a él, aunque yo, desgraciadamente, no sé ver corderos a través de las cajas. Pero no. No podría contar ésta historia como un cuento de hadas, porque no quiero que ustedes la escuchen a la ligera, como de paso. Tan sólo podría decirles que el Principito jamás daba explicaciones ni contestaba mis preguntas. Que poco a poco fui enterándome de algunas cosas. Que su planeta era muy pequeño, por ejemplo, apenas más grande que una casa en donde siempre caían semillas de Baobats, los árboles más grandes del universo; que quería un cordero para llevarlo a su casa. Necesitaba que el cordero comiera los brotes de Baobats, porque si estos inmensos árboles crecía, podrían hacer estallar a su pequeño planeta. 

Pude averiguar, también, que en su pequeño planeta, vivían solamente él y una rosa. Esto lo supe un día en que estaba obsesionado con aflojar un bulón de mi avión y, el Principito, me preguntó:

—Si un cordero come arbusto, ¿come también flores? —me preguntó.

—Un cordero come todo lo que encuentra —le respondí de mala gana. 

—¿Hasta las flores que tienen espinas?

—Sí —respondí sedente— has-ta las flo-res que tie-nen... es-pi-nas

El Principito soltó un suspiro.

—Entonces... —pensó— las espinas, ¿para qué sirven?

Estaba tan preocupado en desajustar el bulón de mi avión, que no respondí a su pregunta.

—Las espinas —repitió fuerte—, ¿para qué sir-ven?

También debo comentarles que el Principito jamás renunciaba a una pregunta, una vez que la había formulado. Yo, irritado con mi bulón, le respondí cualquier cosa:

—¡LAS ESPINAS —martillé el bulón—, NO SIRVEN PARA NADA! Son pura maldad de las flores. 

—No te creo —susurró quedito— las flores son débiles. Son ingenuas. Se defienden como puede. Se creen terribles con sus espinas.

—¡Si este maldito bulón, no se a-flo-ja —grité, golpeándolo— lo hará saltar de un mar-ti-lla-zo!

—¿Y tú crees que las flo...?

—¡NO! —Lo interrumpi, irritado—. ¡YO NO CREO NADA! ¡TE CONTESTÉ CUALQUIER COSA! Yo me ocupo de cosas serias.

—De cosas serias —replicó—. ¡Hablas como las personas grandes! ¡Hace millones de años que las flores fabrican espinas! ¡Hace millones de años que los corderos comen, igualmente, las flores! ¡¿Y no te parece serio averiguar por qué las flores fabrican espinas que no sirven nunca para nada?! ¡¿NO ES IMPORTANTE LA GUERRA DE LOS CORDEROS Y LAS FLORES?! ¿Y NO ES IMPORTANTE QUE YO CONOZCA UNA FLOR ÚNICA EN EL MUNDO, QUE NO EXISTE EN NINGUNA PARTE, SALVO EN MI PLANETA; Y QUE UN CORDERITO PUEDE ANIQUILARLA, UNA MAÑANA,  ASÍ DE GOLPE, SIN DARSE CUENTA DE LO QUE HACE? ¡¿ESTO NO ES IMPORTANTE?!

No pudo decir nada más. Estalló bruscamente en sollozos.

Yo había dejado mis herramientas. No me importaba ni el martillo, ni el bulón ni mi avión. 

En una estrella, en un planeta (el mío, la tierra), había un Principito que necesitaba consuelo. Lo tomé entre mis brazos, lo acuné, y le dije:

—La flor que amas —sorbí mi nariz—, no corre peligro. Dibujaré un bozal para tu cordero. Dibujaré una armadura para tu flor —no pude más. Rompí en llanto. 

No sabía qué decirle; me sentía muy torpe. No sabía cómo llegar a él; dónde encontrarlo.  

Es tan misterioso el país de las lágrimas. 



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