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Foto de DEKAN

-Señor Johnson, ya está aquí. -informa una voz femenina y clara al otro lado del altavoz del teléfono.

-Que pase. - habló brevemente sin decir nada más de lo necesario.

Una mujer visiblemente atractiva se acercó no del todo segura taconeando el suelo de su despacho. Era una mujer de piel blanca, con el pelo bien situado tras las orejas y un conjunto perfectamente adaptado a ella. No era ropa que ella frecuentaba, pero se obligaba a llevar para mostrar respeto.

El hombre la miró fijamente de abajo a arriba, y de arriba a abajo con los dedos entrelazados sobre el escritorio. Eso no hacía más que intimidarla por dentro, pero no movió ni un ápice de su cuerpo.

Él, perfectamente informado de la situación implantó su puño en la mesa, formando un sonido brusco que la estremeció. La observó con rabia. La rabia que pensó que ella merecía.

-¡Como has podido dejar que pase!- se levantó todavía más malhumorado y ni se inmutó cuando cayeron casi todas sus pertenencias al suelo. -¡Solo te pedí una cosa! ¡UNA PUTA COSA!

La mujer cerró los ojos para impedir el curso de sus lágrimas y agachó la cabeza dejando que gran parte de su flequillo tape su rostro.

-Al menos mírame cuando te hablo. -bramó

-L-lo siento, le juro que no lo hice queriendo, me confié demasiado. No...- tragó las tres gotas de saliva para humedecer su garganta y levantó la vista, más tranquila -No volverá a pasar.

El jefe pasó sus manos por la cara y las arrastró hasta el pelo, luego las apoyó sobre su escritorio a unos pasos de ella, dandole la espalda. Tratando de contenerse. Hasta su respiración encolerada la intimidaba. De milagro consiguió calmarse lentamente mientras se ajustó mejor la corbata.

Levantó la vista hacia ella. No podía auyentarla. Al menos no ahora que la necesitaba.

Ella seguía en su sitio, con una postura rígida como si del ejército tratase, tratando de parecer más fuerte de lo que se sentía. Recordó cada lección , y se decepcionó consigo misma al darse cuenta de que no mostrar debilidad era lo primero de la lista.

El señor Johnson se acercó a pasos lentos hasta que no los separaban ni los diez centímetros de espacio personal que cada uno necesitaba.

Levanto su mano hasta su barbilla y la elevó, para poder conectar su mirada con ella y adivinar tal vez sus intenciones.

Tras ver sus ojos azul cielo, decidió pasear sus dedos hasta el flequillo que impedía observar la claridad de sus facciones y ayudar a esconderlo tras la oreja.

Ella cerró los ojos. Era cobarde, si.

Desde ese mismo lugar, sintió el toque recorrer otro camino, hasta la nuca.

-Mirame, cielo. -ella obedeció. -Fue un error, lo entiendo. Son más listas de lo que pensabamos. Pero yo confío en ti. Te ascendí por una razón, ¿verdad? Se que conseguirás encontrarlas y llevarlas a donde deben estar. Es lo mejor. Lo sabes ¿no? - murmuró él en un tono completamente diferente al anterior.

El incómodo roce del calor de su palma y su nuca se tornó en un doloroso agarre de su coleta. Consiguió estirar de su pelo de tal manera que elevó su cabeza hacia atrás y captó una leve mueca de dolor por su parte.

-Y si no lo haces... las cosas empeorarán para ti, Paige.

La joven no hizo nada más que asentir como pudo y agarrarse la falda con fuerza hasta arrugarla. Se sentía mal consigo misma, pero lo hacía por el bien de su hermana, que era lo importante.

- Señor, el equipo del sector central solicita urgentemente una reunión a la base. - informa firmemente la secretaria por la puerta.

-Diles que voy ahora. - soltó bruscamente y para después sonreirle a la mujer que se encontraba delante suya. Arrastró su mano hacia abajo manteniendo aún un suave contacto con su piel y se alejó unos centímetros, cosa que ella agradeció.

-No me falles, Paige. - no fue un consejo. Fue una orden.

En cuanto escuchó la puerta cerrarse y notar la ausencia de su lider, dejó escapar todo el aire que llevaba conteniendo desde que entró, sin darse cuenta. Ya no estaba erguida. De hecho se sentía incapaz de seguir de pié.

Sus mejillas se humedecieron con dos lagrimas o tal vez cuatro. Decidió soltarlas todas, y entonces, no se escuchaba nada más que a ella y su llanto arrodillada en mitad del despacho.

El arte de portarse malDonde viven las historias. Descúbrelo ahora