Bola de fuego

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En lo más profundo de la bahía Upper un submarino surcaba las aguas. En la sala de mando varios hombres, con vestimenta militar grisácea, regulaban aquel antiguo sistema compuesto mayormente por válvulas. Su objetivo era emerger cerca de la isla para dar apoyo a los aliados.

Todo el vehículo estaba en silencio. Las paredes rugían dada la presión ejercida en el casco por el agua. El agobiante sonido del sónar era lo único que se podía apreciar. El silencio era tal que se escuchaba el sonido de la propia respiración, y si se prestaba atención hasta los latidos del corazón. Esa situación sería demasiado tensa para casi cualquiera, pero aquellos hombres habían nacido para esa misión. Se habían visto forzados a convivir durante un largo y duro trayecto de barias semanas. Habían surcado medio mundo para estar ahí en ese instante.

El sonar detectó la costa, por lo que comenzaron a emerger. Pocos minutos después se estacionaron en el puerto de Nueva York. El submarino era grande y resultaba difícil de estacionar. Un primer hombre abrió la escotilla superior, y por primera vez en mucho tiempo respiró aire, aire de verdad. Salió al completo y caminó sobre el submarino mientras estiraba cada centímetro de su cuerpo. Cinco más lo siguieron. Por una puerta situada a un lateral salió un coche negro, un Cadillac Fleetwood de cristales completamente tintados. Fuera quien fuese en su interior aparentaba ser un cargo militar importante.

Rápidamente se posicionaron en la carretera y pusieron rumbo a la quinta avenida. A aquellas horas de la noche la ciudad seguía con la misma actividad que a hora punta. Bien se había ganado su sobrenombre, la ciudad que nunca duerme. El trayecto duró bastante, ya que debían detenerse en cada semáforo, pero no tenían prisa. El cargo militar observaba aquella ciudad que hacía años que no visitaba, muchos años. Había cambiado bastante. Aunque mantenía su belleza, su esencia. Una esencia que inspiraba serenidad. Aquella era considerada por muchos la capital del mundo, la aguja del imperio que la humanidad había extendido por la superficie terrestre. El hombre miró al cielo contemplando aquellos edificios que crecían y crecían.

Llegó al lugar deseado. Una cafetería bajo el Empire State. Estaba cerrada. Miro el reloj en su muñeca, cuatro y media de la mañana, marcaba. Suspiro. La copiloto bajó del coche. Iba con aquella vestimenta militar grisácea. La chica vestía de capitán, y bajo la gorra relucían algunos mechones de color escarlata. En cambio, el cargo solo vestía de traje, con una corbata azul marina sobre una camisa blanca.

El trajeado le hizo un gesto a su acompañante, la capitana extrajo del bolsillo derecho del pantalón una llave con la que abrió el edificio. Acto seguido le ordenó que se retirara. Esta subió al coche, y de él se bajo una mujer, de cabello plateado, tapada por un aparatoso abrigo de pieles, y ocultando la mirada tras unas lentes negras a pesar de la noche. Ambos caminaron hasta el interior del rascacielos y llamaron al ascensor. No hubo ninguna palabra en todo el trayecto.

Volvió a mirar el reloj, aparentando estar nervioso. Realmente estaba muy tranquilo, solo pretendía que todo fuese según el plan. Alcanzaron la planta 86. El ascensor era muy rápido, ya que atravesaba unas cinco plantas por segundo.

Salieron hasta el exterior  y observaron el paisaje que los dejó sin respiración. Aquel no era el punto más alto del edificio, pero sí se encontraban a suficiente altura para quedarse perplejos. Una valla metálica los separaba del precipicio. Aquellas habían sido colocadas para evitar que la gente se suicidase desde lo alto. A aquellos dos poco les importaba ese dato ahora.

Miro el reloj una vez más, las cinco de la mañana. Aún debían esperar más. Se sentaron en un banco a contemplar el panorama y a ver cómo pasaba el tiempo con la mirada hacia el este. La dama retiró las gafas y las sostuvo en la mano.

La chica, sentada con las piernas cruzadas le dio un golpe con el pie, clavándole el tacón y provocando un grito. El hombre se había quedado dormido. Contemplo la hora, exactamente las seis de la mañana, en diecisiete minutos amanecería.

Hecatombe MetamorfaWhere stories live. Discover now