CXXXIII. La caza. Primer día

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—Va derecha a sotavento, capitán —gritó Stubb—, delante mismo de nosotros: todavía no puede haber visto el barco.

—¡Cállate, hombre! ¡Preparados a las brazas! ¡Caña toda a sotavento! £Braga a ceñir! ¡Flamear, flamear! ¡Eso está bien! ¡A las lanchas, a las lanchas!

Pronto se arriaron todas las lanchas menos la de Starbuck; se izaron todas las velas de las lanchas y se movieron los canaletes, con velocidad ondeante, disparándose a sotavento, y llevando a Ahab a la cabeza del ataque. Un pálido fulgor mortal iluminaba los hundidos ojos de Fedallah; un horrible gesto le mordía la boca.

Como silenciosas conchas de nautilus, sus leves proas avanzaban rápidas por el mar, pero se acercaban muy despacio al enemigo. Al llegar a su proximidad, el océano se hizo aún más liso, parecía extender una alfombra sobre sus olas, parecía una pradera a mediodía, de tan sereno como se extendía. Por fin el cazador sin aliento llegó tan cerca de su presa, al parecer libre de sospechas, que se hizo enteramente visible toda su abrumadora joroba, deslizándose por el mar como una cosa aislada, y envuelta continuamente en un anillo giratorio de la espuma más fina, como vellón verdoso. Vio las vastas y enredadas arrugas de la cabeza levemente replegada hacia atrás. Por delante de ella, a buena distancia, en las aguas blandas como alfombra persa, iba la centelleante sombra blanca de su ancha frente lechosa, y una ondulación musical que acompañaba juguetonamente a la sombra; y por detrás, las aguas azules fluían intercambiándose entre el valle móvil de su firme estela; y a un lado y a otro, claras burbujas surgían y danzaban junto a ella. Pero éstas volvían a romperse con las leves patas de centenares de alegres aves que salpicaban suavemente de plumas el mar, alternando con su vuelo entrecortado. Como un asta de bandera elevándose del casco pintado de una carabela, el alto, pero destrozado, palo de una lanza reciente salía del lomo de la ballena blanca; y de vez en cuando, alguno de la nube de pájaros de suaves patas que revoloteaban rasantes, como un baldaquino sobre el pez, se posaba y se mecía silenciosamente en ese palo, con sus largas plumas de la cola tendidas al viento como gallardetes.

Una suave alegría, una poderosa suavidad de reposo con velocidad revestía a la ballena en su avance. Ni el blanco toro Júpiter escapando a nado con la raptada Europa agarrada a sus graciosos cuernos, y con sus ojos atentos, maliciosos y enamorados, mirando de medio lado a la doncella, al navegar, con suave rapidez hechizadora, hacia su escondrijo nupcial en Creta; ni Jove, esa gran majestad suprema, superó a la glorificada ballena blanca al nadar de modo tan divino.

A cada uno de sus suaves lados —coincidiendo con la onda dividida, que, después de elevarla, luego se separaba tanto en su fluir—, a cada uno de sus claros lados, la ballena derramaba seducciones. No era extraño que entre sus cazadores algunos hubieran sido tan arrebatados y seducidos por toda esa serenidad, que se hubieran atrevido a asaltarla, para encontrar fatalmente que esa quietud no era sino el disfraz de los huracanes. Pero tranquila, seductoramente tranquila, ¡oh, ballena!, avanzas deslizándote, y para todos los que te miran por primera vez, no importa cuántos puedas haber engañado y seducido antes de ese modo.

Y así, a través de las serenas tranquilidades del mar tropical, entre olas cuyas palmadas quedaban suspendidas por el éxtasis, Moby Dick se movía, aún escondiendo a la vista todos los terrores de su mole sumergida, y ocultando por entero el retorcido horror de su mandíbula. Pero pronto su parte delantera se elevó lentamente del agua; por un momento todo su cuerpo marmóreo formó un gran arco, como el Puente Natural de Virginia, y, como un aviso, agitó en el aire su cola igual que una bandera: el gran dios se reveló, se zambulló, y desapareció de la vista. Deteniéndose aleteantes y picando en el vuelo, las blancas aves marinas se demoraron anhelantes sobre el agitado charco que dejó.

Con los remos alzados, y los canaletes bajos, y con las escotas de las velas sueltas, las tres lanchas seguían flotando tranquilamente, en espera de la reaparición de Moby Dick.

Moby DickWhere stories live. Discover now