39.-Italiano.

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Deambulamos por el casco viejo de Londres por lo que me parecieron horas. Probablemente no había sido más de media hora pero los tacones de Spence, a pesar de ser preciosos, no eran para nada cómodos.

Chase hacía de guía. Nos quería llevar «al mejor italiano que íbamos a estar en nuestra patética vida». Sus palabras, no las mías. A mí me sonaba a elegante y caro. Era como si la ciudad cambiara a Chase. Sonreía más, es decir, Chase siempre estaba pícaro y no era que nunca bromeara, porque sí lo hacía. Era más que nada, que la sonrisa le llegaba a los ojos.

Mi mente maquinó que a lo mejor tenía algo que ver con su madre. Primero, aquella cafetería vintage a la que me había llevado para contarme toda la historia con Ashton, después el específico hotel en el que nos habíamos instalado y ahora la emoción que tenía de ir al restaurante italiano era tan palpable que parecía correr por sus venas como pintura fluorescente.

Ahí detrás se escondía una historia, algo que el bocazas de Miles tuvo que traer a colación justo en el momento en el que llegamos a la puerta del local.

—Wow, colega, ¿estás de broma? Los camareros llevan hasta pajarita —se pegó tanto al cristal del escaparate que un pequeño círculo de vaho se densificó en la superficie—. ¿Cómo conoces este lugar?

—Vieja costumbres —respondió con voz ronca apagando su cigarrillo en un cenicero con el logo del restaurante—. Vamos. No queremos perder la mesa.

Ese no era para nada nuestro estilo. De hecho, en el momento en el que tuvimos que atravesar el bajo para llegar hasta nuestra reserva, muchas cabezas se giraron al vernos pasar.

Muchos de esos trajes seguramente costaban más que todo mi armario junto. Chase sabía lo que los tres estábamos pensando, y no hacía nada más que sonreir. Cuando nos sentamos, Spence puso cara de aburrimiento.

—Toda esta gente me produce arcadas.

—Solía venir aquí vestido con ropas viejas solo para ver las reacciones de los comensales. Lo mejor era la cara del camarero cuando, a la hora de pagar, le extendíamos una tarjeta dorada —en ese momento, me miró directamente a través de mis ojos—. No todo lo que uno es se encuentra en la superficie.

—No todo lo que es oro reluce —afirmó Miles dándose aires altivos. Cuando vio que le mirábamos sin entender, frunció el ceño—. ¿No estábamos recitando proverbios?

—¿En qué puedo ayudarles?

El camarero nos miraba expectante. Como estábamos al servicio de Chase, eligió el menú y a los veinte minutos ya estaba en nuestras narices.

—¿Sabéis si en Las Vegas han legalizado casarse con la comida? —Spence dio un bocado a su lasaña y casi murió de placer—. Porque definitivamente quiero tener mini lasañas como estas.

—No sería muy moral comerte a tus propios hijos.

—Tampoco lo es casarse con la comida pero oye, déjame soñar.

La velada transcurrió tranquila. Fue algo extraño, había momentos en los que me veía a mi misma desde un plano exterior. Como si una Aeryn de otra dimensión me  estuviera observando fijamente y negando con la cabeza con desaprobación. Esta no era yo. No éramos ninguno de nosotros.

Teniendo en cuenta que llevábamos bastante tiempo perdidos sin saber realmente quiénes éramos, tampoco supuso una gran revelación.

Al acabar, Chase pagó la cuenta y se reunió con nosotros en la salida.

—No has comido casi nada —me dio un leve empujón mientras caminábamos hacia cualquier bar. 

Miles y Spencer se había quedado rezagados hablando.

—Se me ha cerrado el apetito —murmuré mirando al cielo. No tenía esperanzas de encontrarme con ninguna estrella debido a la abundante contaminación de la capital, simplemente era un acto reflejo. Me atraía lo infinito e intocable.

—¿Te ha gustado? —pude notar un leve deslizamiento de ansiedad en tu tono. ¿Quería mi aprobación?

—Bu–bueno —¿estaba balbuceando de la impresión? Me aclaré la garganta—. No ha estado nada mal para ser de esnobs —bromeé finalmente. 

Chase esbozó una pequeña media sonrisa. Reflejaba que había volado a mil kilómetros lejos en su mente.

—¿En qué piensas? —pregunté.

—Cosas del pasado. De hecho, creo que el día de hoy nos hemos anclado demasiado a cosas que no podemos cambiar —se rascó la barbilla donde una pequeña sombra de barba empezaba a asomar. 

—Eres todo un filósofo.

—Me gustan las palabras. De todas formas, hablando del tiempo cronológico —giró el cuello para que Spence y Miles también se enteraran de lo que fuera que iba a anunciar—. ¿Os apetece un pequeño viaje al futuro?

—Pasado, futuro, presente... ¿Qué te pasa a ti hoy? —Miles arrugó el ceño mirando a su amigo cómo si lo hubieran reemplazado por un robot—. ¿Te pinchas hormonas?

Nos habíamos detenido en un lado de la calle. A simple vista no veíamos nada fuera de lo común. Chase alargó el brazo y, pulsando en algún lugar del ladrillo de la pared, un pitido salió del duro material.

Miles saltó por la sorpresa. Seguidamente, una voz habló a través de un telefonillo que no veíamos. 

—¿Quién? 

Sonó dura y muy, muy grave. Como distorsionada por un programa.

—Hoock. Y amigos.

Un chasquido metalizado abrió una puerta en medio de la pared. Música electrónica se oía tenuemente, que provenía del interior de ¿la pared?

—Chase —Spende intervino—, si estás metido en algún especie de club de póker de mafiosos y nos quieres arrastrar contigo, creo que deberías preguntar primero.

—Entrad —alargó el brazo invitándonos—. Confiad en mí por una vez. 

Fui la primera en pasar el umbral. Me arrastré por un oscuro pasillo decorado con lucecitas de neón que me indicaban por donde tenía que pisar. A medida que íbamos avanzando, la música se hacía más fuerte y la iluminación cobraba poder. Chase me adelantó antes de pararse de golpe ante una fornida puerta de metal. Tamborileó una melodía desconocida con los nudillos y la puerta se abrió de par en par desvelándonos un enorme espacio subterráneo donde una multitud bailaba sin dejar un centímetro de longitud entre sus cuerpos. 

No fue eso lo que más nos llamó la atención. Toda persona en aquella sala tenía dibujado en su cuerpo con pintura fluorescente, por lo que parecía que un enjambre de luciérnagas había tomado la pista de baile. 

Una menuda muchacha sonrió a Chase y le abrazó como si fueran mejores amigos de toda la vida.

—¡Dichosos los ojos! —se apartaron y un marcado hoyuelo se le marcó en la comisura del labio—. Pensaba que los fantasmas me estaban gastando una broma. Realmente no creí que aparecieras por aquí de nuevo.

—Un momento —Spender se adelantó un paso—, ¿tú eras la voz del telefonillo?

La chica se encogió de hombros satisfecha.

—Es uno de mis muchos dones.

No sabía si eran imaginaciones mías, pero mientras dijo la frase miraba a Chase de forma demasiado íntima.

—Y bien, ¿dónde están las bebidas? —preguntó Miles, quitándome la frase de la punta de la lengua. A veces nuestros cerebros se sincronizaban bastante bien. Por lo menos cuando había alcohol de por medio. Bueno, y guacamole. Pero eso era otra historia.

—Chase se lo conoce muy bien —nos guiñó un ojo. Antes de dejarnos ir, comentó con cierto tono de altiva—: Solíamos salir.








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