Capítulo 59: Nadie

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Alguien me grita al oído. Tengo un estupor tan grande que ni me molesta. Voy recobrando la conciencia poco a poco, desde una maraña blanquecina a oscuridad, y me quedo en shock por el dolor. Me imagino todavía tumbada en mitad de la pendiente y solo espero a morirme.

No debería haber despertado.

Cada esfuerzo en despertarme es un sufrimiento continuo y aun así no me muero. Cuando consigo abrir suficientemente los ojos me veo metida en una cama pero no logro calentarla y acabo tiritando de frio.

Un frío helador.

Los únicos olores que me llegan son unos rancios y podridos que me obligan a vomitar cada cierto tiempo. Al final solo vomito saliva.

Me quedo horas analizando cada uno de los recuerdos que tengo. Están borrosos pero están ahí. No he perdido la memoria aunque debería haberlo hecho al partirme el cráneo contra esa roca. Me da miedo descubrir que es lo que he perdido. Porque está claro que he perdido algo. Algo debe de haberse quedado en esa pendiente; algo debe haberse dañado.

No me preocupo sobre quien me ha traído aquí. Nadie ha apareciendo y dudo que lo hagan. No puedo moverme y eso es lo que más me preocupa porque si me he quedado paralítica nunca podré moverme de la cama. Ni siquiera me atrevo a moverme porque no quiero descubrirlo. Le doy tiempo a mi cuerpo. Necesita reposo y no tengo energías para moverme. Todo mi cuerpo es una carga que me pesa demasiado.

O simplemente me estoy muriendo y esta cama desconocida se convertirá en mi lecho de muerte.

Mi estomago tiene hambre. Un hambre voraz. Supongo que eso son buenas noticias. No he comido en días y conozco demasiado bien esa sensación de vacío. He conseguido moverme aunque solo hayan sido unos míseros centímetros de nada. Saber que no me quedaré anclada a esta cama me ha devuelto un poco de ánimo. Lamentablemente la cabeza se niega a dejar de dar vueltas cuando la muevo, así que me resigno a seguir observando el techo. Madera oscura.

Después de un día puedo elevarme un poco y me reclino sobre contra la pared. Está helada. Hay una ventana pero está cubierta por nieve así que observo alrededor. Estoy en una habitación minúscula. La cama ocupa la mitad del cuarto.

Encuentro el origen del olor a podrido en la mesilla de al lado. Es una bandeja con comida. Debe de llevar una semana ahí porque la leche está cuajada y amarillenta, y el pan de un verde mohoso. Puedo ver los gusanos retorciéndose.

Pero hace demasiado frío en la habitación, como si fuera una nevera.

No tiene sentido.

La cama tampoco es una vista bonita. Tiene distintas manchas. Todas de colores distintos. Algunas son negras, otras amarillas, verdes, rosas y rojas. Como zombis. Como el zombi de alquitrán. Podría pasarme una vida analizándolas. Vuelve a caer la noche y todavía no me siento con ganas de levantarme. Lo cierto es que creo que nunca lo haré.

Debe de ser pura desesperación porque un día amanece y me obligo a levantarme con todas mis fuerzas. Al hacerlo, más bien al sentarme en el borde de la cama, me siento como si hubiese sido un milagro.

Una nota me llama la atención sobre la mesilla; al lado de un cuchillo de plástico.

Si estás leyendo esto es que estas viva. Sentimos lo del disparo. No podemos llevarte con nosotros. Hemos hecho lo que podíamos. Qué Dios cuide tu alma.

Más bien que Dios quiere que siga sufriendo y por eso me deja vivir. No les juzgo, que me hayan dejado aquí es lo que hubiera hecho los demás. Lo que haría yo ahora que el mundo es un hervidero de muerte. Cuando la loca de Jenny despertó y resulto ser una psicópata la dejamos atrás en medio de la nieve. La chica buena que era antes se quedó con ella para protegerla y cuando intentó asfixiarme, cambié. Cuando Adrien fue arrojado del tanque de agua, algo dentro de mí murió. Lo último que quedaba. Ahora soy Jenny y como ella, estoy sola. Al menos me sacaron del barranco e hicieron lo que pudieron por mantenerme con vida.

Hay un espejo colgado y me acerco, agarrándome a todos los muebles. Trastabillo y tiro la bandeja al suelo conmigo. Me han vendado con una sabana la mayor parte del cuerpo: las manos, el abdomen, la pierna y el hombro. El trozo de sabana del hombro está teñido se sangre seca y huele raro. No puedo separarla porque está pegada a mi piel bajo la sangre seca. Arrancármela sería volver a abrirla.

Mi cara... está hecha un cuadro. He vuelto a adelgazar y la tengo hinchada y amoratada. Tengo cortes en la frente, una fea cicatriz mal cosida en la barbilla y una costra que me recorre la parte izquierda de la cara.

No puedo reconocerme, no quiero hacerlo.

Me arriesgo a salir al pasillo; dudando si me encontraré con un zombi. No sé por qué han desaparecido las personas que me curaron y eso me preocupa. Al abrir con cuidado la puerta, no me encuentro nada salvo oscuridad. Me voy a agarrando a las paredes en busca de apoyo. Cada paso que doy es una tortura.

El viento silba y me doy cuenta de que nadie me estaba gritando. Me estoy helando y aunque me dé asco la colcha, me la pongo por los hombros. El frio parece entrar por la ventana del fondo del pasillo por cada recovecos de la madera.

Me preocupo por Diego mientras camino por el pasillo. Puede que esté muerto, igual que Minnie. Me arrepiento de haberme comportado como una niña enfurruñada y malcriada, y haberme alejado. No puedo creer lo tonta que he sido. Con fácil que sería llamarle por el móvil, o mejor, oír la voz de Minnie para saber que sigue viva. Ahora estoy perdida, dejando atrás a Diego, que era el último enlace que me quedaba de Minnie.

Llego hasta el final del pasillo; sin entrar en esos cuartos cerrados y misteriosos. Hay unas escaleras que llevan abajo. Trago el aire que me falta de los pulmones y bajo el primer escalón. Tardo mil años y si la cabaña está llena de zombis, estaré perdida.

Me encuentro con un simple y abandonado comedor. Las mesas están tiradas a los lados y una ventana está rota y ha entrado un cumulo de nieve dentro. Hay una botella vacía y basura por el suelo, entre ellas varias latas vacías. Unos esquís viejos y una tabla de snowboard partida por la mitad. No hay comida y empiezo comprender porque tenían que irse tan rápido. Si no hay comida hay que buscarla. Pero la pregunta es: ¿dónde estoy?

Por una ventana se puede ver la ladera de una montaña, al lado un telesilla abandonado, medio derruido bajo el peso de un abeto y nieve, tanta nieve... Pero al escudriñar los ojos puedo ver nubes grises, el cielo tiñéndose de oscuro a medida que una ventisca acecha los picos nevados.

Me acerco a la chimenea. No hay leña por ninguna parte. Palpo las cenizas y están frías como la nieve. Me pongo a llorar, por pura desdicha y pánico. Me caigo de cuclillas hacia atrás y me quedo de culo llorando.

Mis manos manchando mi cara de ceniza al limpiármelas.

Nadie escucha mis gritos.


La ventisca se los traga.Fin

Parte II: La Disolución 

La Destrucción de Nuestras Almas: Amores Imposibles en el ApocalipsisWhere stories live. Discover now