Capítulo 29: Cuando no hay nada más que hacer salvo jugar al parchís

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Me siento incomoda con Diego. Mi corazón palpita demasiado rápido y no puedo estarme quieta así que jugueteo con las vendas.

—Para, por favor —dice agarrando mi mano, me detengo—. Te vas a hacer daño otra vez.

—Vale —susurro mi voz ronca y guardo las manos en los bolsillos del anorak—. ¿Jugamos al ajedrez?

Eso parece sorprenderle. 

—¿Sabes jugar?

—Fui la segunda en un torneo interescolar. 

—¿Solo uno? Yo estaba en el equipo de la universidad —contesta y por primera vez creo que su sonrisa es genuina. Mamá la llamaría sonrisa de Duchenne, aunque solo puedo decribir la de Diego como rozando la timidez. 


—Vale, lo admito, juegas bien, pero eres un coñazo.

—¿Un coñazo? —pregunta divertido y muevo el caballo para que su reina se lo coma—. Son las reglas, pieza tocada pieza movida.

—Eso, un rollo. Te estaría ganando si no fuese por esto —digo moviendo la torre—. Por cierto, ¿convenciste a Minnie de jugar?

—Lo detesta. 

—Lo sé, yo jugaba con mi madre. Mi padre y Minnie preferían jugar a la oca, y tiro por que me toca. A veces, incluso alternábamos con el scrabble.

—¿El scrabble? ¿Puedes ser más empollona?

—Habló el presidente del club de ajedrez, de debate y matemáticas. ¡Matemáticas! Horror. 

—Te olvidas del de Dragones y Mazmorras.

 —Bromeas.

—¿Minnie no te lo ha contado?

—Más bien se lo debe haber contado a mi madre, ¿crees que tantos clubs me impresionan?

—A Minerva no, pero yo creo que a ti sí. ¿No decías que te parecías a tu madre?

Lo dice con rentintín. 

—No... del todo.

Diego levanta la mirada y por extraño que parezca es un mirada despejada de dudas, y por primera vez puedo ver quien es, quien soy, como si olvidaramos mis cicatrices, de esa escena macabra en un bañera llena de sangre. Un cambio de presión y el viento golpea las ventanas del hostal. Diego vuelve a fijarse en el tablero, rascando su barba incipiente y el momento está perdido. Yo cambio de posición, sentando de piernas cruzadas y me quedo mirando el fuego.

«¿Qué ha sido eso?»

—¿Entonces como vas a salvar ahora a tu alfil? —pregunta Diego como si no hubiera ocurrido nada. 


Después de cansarme de ganar solo una vez de cada tres partidas, cambiamos al parchís. Gano las cuatro veces y Diego es el primero en cansarse.

—Suerte en el juego, mala en el amor.

—Al menos tengo suerte en uno de los dos. ¿Probamos el scrabble?

Ni jugar al parchís me distrae de ese momento que compartimos. 


Cada vez que nos cansamos de un juego de mesa, cambiamos a otro, y así hasta pasarnos dos días jugando al monopoly, discutiendo sobre el valor de las propriedades y la banca, a quien tengo que monopolizar cada moviemiento para que no me estafe. JUgamos a tantos juegos que llega un momento en que no sé si estamos jugando al continental o al uno.

La Destrucción de Nuestras Almas: Amores Imposibles en el ApocalipsisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora