Se quedó petrificado. Tuvo que sentarse para no desplomarse en el suelo.

—Oly —murmuró con voz rota y los ojos cuajados de lágrimas.

Revisó fechas, entrevistas, y los pocos datos importantes que arrojaba el documento sobre la edad, la apariencia y la localización de Luna. Nada era concluyente, pero su instinto le decía que sí, que, por alguna broma macabra del destino, había encontrado a la pequeña hija de los Menounos más de una década después de que la hubieran dado por muerta. ¿Cómo no se le había pasado por la cabeza antes? ¡Munt se las había arreglado para llevársela de las montañas junto a él! ¡Ese maldito bastardo ni siquiera había sentido compasión por la familia de la niña!

Aunque siempre había tenido la corazonada de que la pequeña Olympia Menounos no había perecido en el incendio de las montañas, saber que estaba viva, y que la tenía tan cerca, le dejó en shock; finalmente, podría cumplir la promesa que le hizo a la madre de la pequeña en su lecho de muerte: podría protegerla. Solo esperaba que no fuera demasiado tarde y que ella le dejara entrar en su vida de nuevo. Porque el asunto no era tanto una cuestión de conciencia o de saldar cuentas pendientes, como de verdadero afecto; Oly había sido como una hermanita pequeña para él y su muerte le había destrozado.

El murmullo de una voz en el pasillo logró sacar a Alexander de su trance y recordarle dónde estaba. Aún sin dar crédito, tomó los dos dosieres y salió de allí con el mismo sigilo con el que había entrado, sin sospechar que mientras tanto, al otro lado de la ciudad, Luna agonizaba.

Por su parte, inconsciente en el gélido suelo de la cocina, la hija adoptiva de Martín Munt ignoraba aquella violación de su intimidad y el revuelo que había armado. No era la primera vez que una patrulla de la Guardia Civil visitaba su casa, pero sí era la primera vez que ella era el motivo de su interés.

Cuando el sargento Reyes y sus chicos llegaron al hogar del doctor Munt, no había rastro de vecinos cotillas, ni de familiares exacerbados, algo que les sorprendió bastante a los agentes.

—¿Seguro que es esta la casa? —le preguntó María por enésima vez a su jefe.

—Seguro—contestó Reyes, con cara de fastidio—; el doctor Munt es un cliente habitual.

—Pues no comprendo por qué los de la central me han dicho que se trataba de un asunto relacionado con mi familia—refunfuñó la chica —. No conozco al doctor, ni a su hija.

—La verdad es que no han tenido mucho tacto—reconoció su jefe—. Espero que no se trate de un error. De ser así, alguien más se va a llevar un buen susto esta noche a parte de ti...

Entraron en el pequeño y asilvestrado porche de los Munt. En el jardín, helechos y otras plantas sin flor crecían a su antojo, impregnando el ambiente de un penetrante olor dulzón e impidiendo en gran medida el paso hacia la escalinata que conducía hasta la puerta delantera de la casa.

Mientras Raúl llamaba de forma insistente al timbre, Guillermo y María intentaron vislumbrar algo a través de las pequeñas ventanas del salón. Pero los visillos eran demasiado tupidos y les resultó imposible.

Luna, entre sus quimeras, pudo oír el rumor metálico del timbre. Hizo amago de incorporarse para intentar llegar hasta la puerta, pero se sintió tan débil que enseguida sucumbió de nuevo al extraño sopor que inmovilizaba sus extremidades y dotaba de la pesadez del plomo a sus párpados.

Reyes se percató de que una de las ventanas laterales del salón estaba completamente destrozada. Aquella no era una buena señal. Para no perder más tiempo, decidió entrar en la vivienda por la fuerza. Pero el sargento apenas si había rozado la puerta con las yemas de los dedos cuando esta se abrió sola. Sin saber muy bien cómo interpretar aquello, ceñudo y con un gesto de la mano, indicó a sus chicos que debían entrar. Por fortuna, desde el recibidor se tenía una buena perspectiva del salón y de parte de la cocina, y todas las luces estaban encendidas, pero no se oía ni veía a nadie por ninguna parte, lo cual resultaba bastante raro.

RASSEN IOù les histoires vivent. Découvrez maintenant