CAP.6

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Casa de la familia Munt

Bruma

Luna sabía que, al suicidarse, estaba condenando su alma al infierno. Quizá no al infierno de Sor Constanza, pero sí al infierno de la incertidumbre. ¿Cómo manejarían Dios y el diablo a sus invitados inesperados? La primera vez que contempló la muerte como una salida a sus problemas fue tras el suicidio de Sor Eduvigis, y debía rondar los nueve años. Al igual que ella, Sor Eduvigis estaba perdiendo la cabeza, quizá por eso, aunque era muy pequeña para entender el alcance de aquel acto desesperado, más allá de valorar si había hecho bien o mal, pudo ponerse en su piel. Sin embargo, por mucho que se esforzara, jamás había podido comprender a los ególatras que desafiaban a la muerte con juegos y retos; falsos héroes que con frecuencia necesitaban ser salvados por aquellos que convertían de forma egoísta en peones de sus banales hazañas. Mucho menos podía entender a los sádicos que encontraban satisfacción poniendo en riesgo o arrebatándole la vida a otros. Era un tema interesante, a nivel moral, el de la muerte; mientras unos la buscaban otros solo querían evitarla. En lo personal, se sentía muy confundida: ¿Qué pensarían de ella aquellos que luchaban por eludir la parca a diario? ¿La odiarían? ¿Podrían ponerse en sus zapatos? A parte de Sor Eduvigis, ella no había conocido a ningún otro suicida. Como todo el mundo, había oído hablar de los más famosos, y de sus supuestas razones para querer desaparecer, pero no sentía que tuviera nada en común con ellos; ella no temía perder la belleza o la juventud, no buscaba justicia o castigo para nadie, y tampoco era capaz de encontrarle un lado romántico al asunto. Quizá, por influencia de Martín, siempre había pensado que morir era algo así como firmar un contrato en blanco, lo que, en su opinión, hacía del suicidio un acto masoquista, y no de liberación. Pero de ahí no surgían todos sus remilgos; evitaba pensar en ello, pero no podía negar que había una mínima posibilidad de que algunas de sus visiones no fueran solo cosa suya. ¿Entraría a formar parte de un edén luminoso y confortable, o la aguardaría el monstruoso hogar de sus demonios? ¿Qué sentido tenía desaparecer para dejar atrás los problemas, sin poder imaginar siquiera que tipo de conflictos conllevaría la muerte? ¿Qué pruebas irrefutables había de que el llamado <<descanso eterno>> fuera en realidad un descanso para las personas como ella? Ninguna. Se pusieran como se pusieran, Martín o Sor Constanza, ni la ciencia ni la religión habían podido penetrar detrás de la oscura cortina que separaba la vida de la muerte. Todo eran conjeturas. Conjeturas como las que ella misma hacía, cuando fantaseaba con desaparecer. Había visualizado sin dificultad sus últimos momentos una y otra vez, en diferentes versiones, porque resultaba fácil conjeturar cuando se estaba vivo, ya que el final podía amoldarse perfectamente a las necesidades personales. Pero ¿qué ocurriría cuando dejase de ser solo una actriz en sus simulacros y pasase a ser un cadáver? Ya no habría vuelta atrás. Se había equivocado tantas veces en su vida ¿sería acaso su muerte otro error? Fuera como fuera, su rendición se debía a que había perdido el poco control que había llegado a ejercer sobre sí misma. No era una mártir. No podía engañar a nadie; quería acabar con todo porque sabía que jamás reuniría la valentía necesaria como para admitir frente a los demás que su mente iba por libre, y que veía y oía cosas que ella misma proyectaba. Quería desaparecer, porque era consciente de que jamás dejaría de culparse por lo que le pasaba y porque su cobardía le empujaría a seguir justificando a los que la maltrataban por ser diferente, para evitarse tener que enfrentarlos. No, no sería una mártir.

Con toda seguridad, las píldoras ya estaban ejerciendo su efecto anestésico, aligerando su cerebro hasta convertirlo en humo. Si en algo eran útiles todas ellas, era en suprimir las emociones; empezaba a importarle muy poco su destino, y sus preocupaciones empezaron a centrarse en el dolor físico. Su vida siempre había girado en torno a los fármacos; píldoras azules para los mareos, pequeñas pastillas blancas para controlar la ansiedad, píldoras amarillas para dormir, y así un largo etcétera. Pensó erróneamente que estos serían sus fieles aliados hasta el último momento, ayudándola a morir de la forma más apacible, pero se había equivocado. Deseaba que todo sucediera rápido, no sentir dolor, no pensar, no sufrir ni un segundo de más, pero todo indicaba que iba a ser víctima de una larga agonía; le dolía el estómago, la garganta le ardía, sentía náuseas, tenía mareos y palpitaciones. Las sienes le latían con fuerza y estaba perdiendo el control de sus extremidades. Irónicamente, mientras moría fantaseaba con la vida; hubiera sido tan liberador que su padre entrara por la puerta y le diera un abrazo. Aquel podría ser un final atípico para su historia trágica, pero sin duda un gran final: alguien entrando por la puerta de repente. Alguien aterrado solo de pensar que no volvería a verla. Alguien que la salvara de sí misma y que entendiera cómo se sentía. Alguien como Gabriel... Pero eso no iba a suceder, porque todos estaban demasiado ocupados con sus propias vidas: su padre adoptivo la había abandonado, Clara no era la misma desde que Gabriel había vuelto a vivir con ella y el propio Gabriel, por algún motivo que desconocía, la trataba diferente tras su regreso; ya no era el chico encantador de los mensajes y las llamadas telefónicas. El hombre del que estaba enamorada había pasado de llamarla <<mi princesa>> a ignorarla. Ni siquiera podía ser sincera con Sor Constanza. Ella, que ensalzaba la vida como el mayor tesoro y la rendición como la mayor vergüenza, se pasaba el día dándole sermones. Parecía robotizada, incapaz de interactuar con sinceridad. La mujer que le había contado en tono indignado como Judas Iscariote había decidido quitarse la vida, después de haber traicionado a Jesús, jamás podría entenderla, y eso que solía decir que Dios valoraba la vida completa de las personas y no solo sus actos más desesperados. Pero no eran solo los emisarios de Dios los que difundían mensajes contradictorios. Gracias a algunos de los libros de su padre, Luna sabía que durante mucho tiempo a los suicidas se les había vejado, rematado e incluso negado un lugar en el campo santo. Sin ir más lejos, el propio Martín había visto suicidarse a mujeres que habían sido violadas durante la guerra, y había sido testigo de cómo una madre dejaba morir de hambre al más débil de sus hijos para intentar salvar a otro, antes de acabar con su propia vida. Ambas habían hecho lo posible por salvar su alma, en previsión de poder gozar de una segunda oportunidad, lo que resultaba tan enternecedor como descorazonador. En esos casos, Luna no podía ver la solución en la sangre derramada de las víctimas. Solo podía ver la traición del mundo a los débiles y la impunidad de la que gozaban sus verdugos. Nada más. Martín no parecía tenerlo tan claro. Pero, ¿qué podía esperarse de un hombre que quería estar muerto?

RASSEN IWhere stories live. Discover now