Alexander entró en la habitación de Luna con el sigilo del depredador que acecha a su presa; con un ojo puesto en la cabellera rubia que asomaba entre las sábanas y el otro en la puerta. Sabía que no era una buena idea seguir con sus planes, porque solo podía pensar en el sufrimiento de su hermano Leander y en que su prima estaba muerta, pero de nada serviría que él se echara a llorar en un rincón y pospusiese todo. Su llanto no le devolvería la vida a Iris, tampoco a su padre. Su hermano mayor y Shaya habían hecho mal no informándole antes de lo que había sucedido, a pesar de ello, no pretendía recriminárselo; había normalizado que sus seres queridos le ningunearan y le ocultaran información <<por su bien>> (aunque eso implicara ponerle en serio peligro y hacerle sentir estúpido). Por otro lado, a su madre había tenido que costarle muy caro manipular a la prensa y mantener a los testigos con la boca cerrada, para que no se difundieran detalles macabros. Parecía seguir de buen grado los consejos de Electra, cuyo lema era: <<Antes dinero que credo>>. Él solo podría encomendarse a quien pudiese resucitar a los muertos, entre otras razones, porque podría correr la misma suerte que su pobre prima. No en vano, los dos tenían trayectorias parecidas, el mismo rencor y odio acumulados, y tendencia a la autodestrucción. Los dos habían aprendido a resguardarse en su soledad y a fingirse indolentes, para poder ser libres y dedicarse en plenitud a limpiar la reputación de su familia. Y ahora ella estaba muerta. Y él no podía asimilarlo. Pero sería mucho peor para Lend: su hermano mayor, siempre contenido, con los sentimientos a flor de piel y la amargura atrapada tras una media sonrisa coqueta, era un vendaval atrapado en una bola de cristal, e Iris hubiera sido la única pitonisa capaz de liberarlo y aplacarlo, sin hacerle daño. ¿Volvería Leander a comportarse como el hombre de negocios frío y altivo, que tenía reputación de playboy? Ojalá que sí, de otro modo, sus competidores empresariales y su madre acabarían convirtiéndole en un harapo bajo sus pies.

Alexander tragó saliva para intentar deshacerse del nudo que se le había formado en la garganta. Todo parecía derrumbarse a su alrededor. Presente y futuro se escurrían entre sus dedos mientras intentaba darle sentido al pasado, sin embargo, no hubiera querido estar en ningún otro lugar en ese momento; Oly dormía plácidamente a pocos metros de él y ella le llevaría hasta Munt. El ocaso de aquel traidor solo sería el principio de su venganza.

Con sumo cuidado, mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra, se aproximó hasta la cama articulada. La luz blanca que llegaba del pasillo no le permitía distinguir más que la silueta de un cuerpo menudo y algunos mechones de pelo claro esparcidos sobre la almohada. Su atención recayó entonces en el gotero y en la gran cantidad de barbitúricos apilados sobre una mesita auxiliar, e incluso en la papelera, de cuyo interior sacó un frasco de haloperidol y otro de Deacidine vacíos. Aunque sabía que su antigua compañera de juegos no pasaba por su mejor momento, le rompió el alma aquella prueba irrefutable de su descenso a los infiernos.

En cuanto vio una figura oscura reflejada en los barrotes de cromados del cabecero, Luna estuvo segura de que, como temía, el intruso no formaba parte del personal sanitario. Su corazón comenzó a latir muy deprisa. Intentó relajar la respiración, para que su pecho dejara de subir y bajar frenético. Tenía que tocar el botón de llamada de nuevo, pero no sabía cómo hacerlo sin atraer la atención del visitante.

Alexander miró su reloj de muñeca: aún disponía de algo de tiempo antes de su última cita de negocios con el director y el chef del hotel Central. Nada le impedía despertar a Luna e intentar intercambiar unas palabras amistosas con ella. Quizá, si resultaba que la chica no estaba tan loca como parecía, y asumía de buen grado que eran viejos amigos, y que por eso tenía la obligación de ayudarle, quizá podría ahorrarse tener que llevar a cabo su arriesgado plan de arrastrarla hasta Srinagar con mentiras. Sirviéndose de la exangüe luz de la pantalla de su teléfono móvil, el joven examinó el historial médico, colgado en un pequeño contenedor de plástico, a los pies de la cama, e intentó adivinar para qué se utilizaba el Deacidine (un fármaco del que nunca había oído hablar). En ese preciso instante, su teléfono comenzó a vibrar en sus manos.

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