—Oh, Luna, es imposible... —se lamentó él —. Anoche dos autobuses se salieron de la carretera a causa de la lluvia y tenemos decenas de heridos que atender. ¡No puedo marcharme ahora!

Abatida, Luna se dejó caer pesadamente en el borde de su cama. Siempre que planeaba algo relacionado con salir de la ciudad, todo acababa fastidiándose. Pero aquella vez estaba decidida a que las cosas tomaran un curso diferente.

—Está claro que ahí te necesitan más que yo—reconoció con una vocecilla y un nudo oprimiéndole la garganta—. Tranquilo, no te preocupes, volaré sola, y, cuando todo termine, si aún te apetece, puedes reunirte conmigo en Srinagar.

—¡¿Sola?! ¡¿Estás de broma?! —gritó Gabriel, haciendo vibrar el aparato —. No entiendo el porqué de tanta prisa. Piénsalo con calma, si lo que te preocupa es el dinero, olvídalo; tengo algunos ahorros, puedo pagar dos billetes en clase turista para dentro de unos días.

Luna aspiró hondo, para hacerse con algo de la serenidad y la determinación de Delamara: ya había esperado suficiente y la paciencia nunca había sido su gran virtud en ese tipo de trances tan relevantes.

—Te agradezco más de lo que imaginas tu preocupación por mí y tu ofrecimiento a acompañarme, pero no puedo esperar ni un minuto más—zanjó —. Han pasado muchos meses desde que Martín desapareció. El paquete llegó tarde a mis manos... Habrá un guía esperándome frente al hotel y él es mi único contacto en esa ciudad. Si lo pierdo, lo pierdo todo—alegó, de forma atropellada—. Corro muchos menos riesgos adelantando un día mi viaje, que retrasándolo una semana.

Durante unos segundos, se produjo un silencio incómodo. Sin duda, el doctor barajaba diferentes opciones para salir del atolladero, mientras que ella estaba decidida a no negociar.

—Está bien—se rindió el muchacho al fin —, te dejaré marchar, pero no te librarás de mí tan fácilmente. En cuanto acabe con esto, me subiré al primer avión que encuentre—le aseguró en tono firme—. Y, por supuesto, quiero saber dónde estás cada minuto. ¡Llámame en cuanto llegues al aeropuerto!

Gabriel estaba preocupado por ella y eso la hizo sentirse protegida y querida. Saber que había podido despertar en él algo más que compasión era pura autoestima inundando su alma, y un incentivo demasiado tentador, como para no fustigarse con sus empalagosos sueños rotos y sus castillos de princesas en el aire. Pero no podía caer en la trampa de aferrarse a aquel hombre como si no pudiera caminar por sí misma. Su príncipe azul, ya no era su príncipe: debía olvidarle, ser justa y propiciar que él le diera su afecto a alguien que pudiera corresponderle sin reservas.

—Te llamaré siempre que quieras: tengo que amortizar el teléfono móvil que me regalaste—le recordó en tono burlón al doctor.

—Por cierto, me he tomado la libertad de conectarlo a internet y de abrirte una cuenta de correo electrónico a tu nombre—le advirtió él —. Te mandé un mail esta tarde, es preciso que lo leas, no he tenido tiempo de prevenirte sobre la disentería, la malaria, el paludismo...

—No te preocupes, mamá, tendré todas las precauciones higiénicas del mundo —le tranquilizó ella. En ese instante sintió unas horribles ganas de abrazarle.

—Ten cuidado con la fruta y con el agua. ¡Olvida los cubitos de hielo! —siguió sermoneándole el doctor—. ¡Menos mal que me ha dado tiempo de ponerte al día con las vacunas!

Luna soltó una risilla musical y asintió, aunque él no pudiera verla.

—Sí, mamá —rio—, te prometo que haré lo posible por no morir durante este viaje.

Al decir aquello sintió cómo un nudo le cerraba la garganta, porque se trataba de un propósito real; intentaría no terminar de volverse loca durante aquel viaje, ni rendirse ante su enfermedad, no al menos antes de poder decirle a su padre lo mucho que le quería y de darle las gracias por todo lo que había hecho por ella desde que se conocieran.

RASSEN IWhere stories live. Discover now