—Se ve que tú tampoco estás teniendo una buena racha—apostó, divertido —. Como tienes un rollito extraño con los electrodomésticos, te aconsejo que uses el microondas: en dos segundos estarás calentito y con el creador.

El animal le miró desde el suelo y parpadeó un par de veces antes de volver a emprender el vuelo, virar, y posarse a su lado, sobre la almohada. Con un certero movimiento, el griego extrajo un calcetín de su mesita de noche y le tapó la cabeza con él. Enfadado y muy cansado, volvió a ponerse el abrigo, las gafas de sol y las botas, y con su captura graznando histérica bajo el brazo, salió de su apartamento. No contó con encontrar a ninguno de sus vecinos en el pasillo a aquella hora de la mañana, por eso se quedó petrificado al toparse de bruces con una anciana. La buena señora debía tener unos cien o doscientos años y llevaba un cesto para la colada vacío entre las manos. <<Qué limpia y oportuna...>>, pensó. Avergonzado, se giró con brusquedad, dispuesto a abotonarse el abrigo sin soltar al animal. Pero este, aprovechando el fuerte movimiento, se desprendió del calcetín e intentó alzar el vuelo. Al procurar evitar que lo hiciera, Alex volvió a mostrar su ceñida ropa interior. Lejos de sentirse ofendida, la viejecita sonrió maliciosamente y le guiñó un ojo. La acertada combinación de seda negra, cuero sintético y gasa, sobre un cuerpo bronceado y trabajado, le había alegrado la mañana de colada.

—¡Bonito pájaro! —le felicitó.

Alexander respondió sonrojándose y bajando la mirada hasta la punta de sus botas. A tientas, acertó a abotonarse el abrigo.

—Bicho miserable. Apuesto a que debajo de todo ese montón de plumas tú también te has sonrojado —reprendió al fosco bichejo, al tiempo que pulsaba el timbre de la puerta contigua a la de su apartamento. Había llegado la hora de vérselas con su vecino de al lado.

—¡Abre! ¡Sé que estás ahí! Estoy harto de este estúpido jueguecito tuyo. ¡Esta vez no me limitaré a dejarte tu regalito en el pasillo! — gritó Alexander, antes de golpear con fuerza la puerta, pero nadie atendió sus reclamos. Sin tomarse un segundo para calibrar la situación, y dejándose llevar por una terrible sospecha que venía preocupándole desde hacía tiempo, tomó impulso y se dispuso echar abajo la puerta de una patada. No consiguió arrancarla de cuajo, pero al menos la dejó abierta de par en par. Al hacerlo, un penetrante y nauseabundo hedor le dio la bienvenida cual inesperada bofetada. Intentó respirar con suavidad, apretando los labios y contrayendo las aletas de la nariz; jamás le había costado tanto trabajo contener las náuseas. Pero aquello no era lo peor que le esperaba, aún no había puesto los dos pies dentro de la habitación, cuando un tipo siniestro, con el pecho del tamaño de un armario de dos puertas, le apuntó con una pistola directamente a la cabeza. Muy familiarizado tanto con las armas de fuego como con la lucha cuerpo a cuerpo, Alex decidió tomárselo con calma. Como siempre solía hacer en esos casos, analizó al tipo, aunque no sacó mucho en claro (aparte de que vivía un romance con las grasas saturadas y que le tenía alergia al agua).

Ante su inesperada visita casi ni se había inmutado.

—Deja al animal y lárgate—le ordenó.

El griego se tomó un momento para echar un vistazo a su alrededor. De nuevo, con un movimiento de cabeza, hizo deslizar las gafas de sol hasta la punta de su pobre nariz.

—Sabía que esos gemidos no podían ser de otro ser humano: hasta a ti mismo debes darte asco—criticó, haciendo referencia al medio centenar de animales enjaulados que su vecino tenía apilados en el salón.

El panorama era desolador: pequeños polluelos de tucanes y loros, con los picos sellados con cinta adhesiva y los ojos perforados, estaban hacinados junto a los cadáveres de otros. Compartían la misma suerte diferentes tipos de pequeños roedores y aves, y una pareja de diminutos mandriles, que parecían narcotizados. El griego miró a los ojos al que parecía más joven. Sintió un dolor agudo y profundo, una pena intensa y desoladora, y la sensación de que todo estaba perdido; pero no lo estaba. La ira sacudió la empatía de sus venas y fluyó libre, dispuesta a anular sus razonamientos más civilizados.

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