—¡Buenos días! —rugió. Y, sin saber por qué, en su cabeza empezó a resonar el estribillo de una vieja canción de The Black Keys: <<Oh, oh, oh, oh. I got a love that keeps me waiting...>>. Ante semejante jugarreta de su subconsciente, sonrió de forma impúdica. Aquella manía de su cerebro de ponerle banda sonora a su rutina era algo inoportuna (algunas veces).

—Entrega urgente especial —farfulló, con voz tan trémula como mecánica, el mensajero. Y sin más dilación, entregó a Alexander una caja con la tapa cuajada de rudimentarios y pequeños agujeritos.

—Como viene siendo habitual, no espero nada —le informó Alexander con guasa, al tiempo que se encogía de hombros y bebía un trago de agua.

—Pero, usted es el Sr. Blake y este apartamento es el 3º B—respondió el repartidor.

—Tres A—aclaró Alexander con una sonrisa cínica, negando con la cabeza. Había tenido esa misma conversación decenas de veces, con al menos media docena de repartidores diferentes, y cada vez la situación se le hacía menos divertida.

—Bueno, pero usted es Alexander Blake, lo... Lo pone en el buzón—tartamudeó el chico.

<<I'm a lonely boy...>>, siguieron cantando las traviesas neuronas griegas, <<I'm a lonely boy...>>.

—<<Axel el loco>> para los amigos—se burló su dueño —. Sí, ese es mi nombre. Pero, como de costumbre, este paquete no es para mí, es para mi vecino de al lado, que regenta una tienda de mascotas —anunció, justo antes de dar un último trago a la botella y poner los brazos en jarras. Su viejo abrigo se abrió lo suficiente como para dejar ver gran parte de las cicatrices de su pecho y sus nuevos bóxers ajustados de la línea Gothic, de Burning Lola. ¡Ocho meses en un cajón y precisamente decidía usarlos el día anterior!

La sangre desapareció del rostro del repartidor cuando él soltó la botella de plástico vacía en el suelo. Sus ojillos se abrieron como platos.

—¿A qué estabas enganchado? —le preguntó con cara de espanto, en un fútil intento por parecer curtido en la vida.

Alexander hizo descender sus gafas hasta la punta de su afilada nariz, con un ligero movimiento de la cabeza, después se pasó los dedos por su alborotada melena azabache, para acabar atravesándole con su fría mirada gris. <<I'm a lonely boy...I'm a lonely boy...>>. Escuchó una vez más. Quizá debería de haberle hablado de ello a la doctora Vega, al fin y al cabo, era culpa de ella...

—Repartidores con tendencia a la indiscreción —zanjó.

Cuando el chaval se encogió como una cochinilla, el griego tomó el paquete y sonrió de manera afable; su nombre volvía a estar escrito con garrafales faltas de ortografía.

—Espera aquí un momento—le ordenó al chico, antes de dejar el paquete perforado sobre la misa de cristal del salón y regresar con la cajita envuelta en plástico azul que había preparado para atraer a Luna hacia él, sin que ella sospechara que eran viejos amigos. En un primer momento, el repartidor no quiso hacerse cargo del paquete sin que hubiera formularios y demás trámites burocráticos de por medio, pero, tras una generosa propina, se lo pensó mejor. Sin embargo, rehusó dejar el paquete perforado frente a la puerta contigua, trabajo que, como siempre, debía realizar Alexander, aunque no en ese momento. Dispuesto a meterse de nuevo en la cama, no hizo más que atravesar el salón, cuando un tenue revoloteo le alertó. Cabizbajo, arrastrando los pies y farfullando quejas, como un niño castigado sin postre, tomó un pequeño cuchillo de la cocina y se sirvió de él para abrir el misterioso paquete perforado que había dejado sobre la mesa.

Desde que tenía nuevo vecino, había visto todo tipo de bichos feos, pero nada le había preparado para enfrentarse a la imagen de aquel horroroso pajarraco negro. Bajo su atenta e incrédula mirada, el animal alzó el vuelo y se estrelló contra uno de los ventanales del salón. Volvió a repetir la operación una y otra vez, hasta caer aturdido al suelo. Consciente de que seguiría allí cuando él decidiera atraparlo, Alexander optó por ignorarlo y meterse en la cama. No llevaba más de cinco minutos dormitando cuando un suave roce en la mejilla le despertó; el bicho no sólo había burlado seis metros de pasillo, también había encendido por accidente su potente ventilador sin aspas, en forma de aro. Sentado en la cama, Alex le observó ensimismado elevar el vuelo, intentar atravesar el aparato y ser proyectado contra el espejo del armario por un fuerte golpe de aire. Lo peor: el sonido de huevo aplastado que emitió su pequeño cráneo al estrellarse contra el suelo. Más aburrido que apenado, el griego decidió pulsar el interruptor para liberarlo.

RASSEN IWhere stories live. Discover now