—¿Intentas decirme que nos alejaste a todos de ti y de Shambala a propósito? Creí que tu madre me había metido en el internado para justificar el modo en el que dilapidaba mi herencia—tanteó Iris, sin poder evitarlo.

—Mi madre odia a cualquiera que lleve el apellido Blake. ¿Acaso creías que no me daba cuenta de cómo te trataban ella y Electra? Me desprecio a mí mismo, por no haberte sacado de allí antes—afirmó Leander, en tono amargo.

En la penumbra, Iris creyó ver sus mejillas humedecidas por el llanto. Tuvo que aferrarse a la silla para no salir corriendo en su busca y abrazarle.

—Creo que eres el hombre con menos motivos para despreciarse que conozco—le aseguró, intentando moderar su voz de modo que no resultara condescendiente.

—¿Estás segura? Era mayor que tú y desperté ese sentimiento prohibido en ti. Pude haberlo cortado de raíz cuando lo descubrí, pero no lo hice.

—No puedes responsabilizarte ni culparte por mis sentimientos—desestimó la joven.

—Me hiciste sentir amado por primera vez—alegó él—. Sembraste algo desconocido y adictivo en mí, que yo alimentaba fingiendo indiferencia y poniéndote celosa sirviéndome de Electra—reconoció en un murmullo—. Eras mi prima. Tenías dieciséis años, yo veintitrés, y eso no impidió que me aprovechara de la situación: fuera del internado para chicas, nosotros éramos todo tu mundo. No tuviste oportunidad de enamorarte de otro.

A Iris se le escapó una risilla. Si bien no había tenido compañeros varones en la escuela, sí que solía jugar con los hijos de los empleados de Shambala y con los chicos de Loutraki que se encontraba en la playa. Incluso su mejor amigo de la universidad era un chico. Quizá era inocente en temas amorosos, pero conocía bien la mente masculina.

—No te aprovechaste de esa situación, y, por desgracia, tampoco de ninguna de las otras situaciones incómodas en las que te puse. No seas tan engreído, yo no era tan estúpida; crecí jugando al fútbol con los hijos de los peones y leyendo a escondidas los borradores de las novelas de la abuela Sofía... Además, tu teoría no explica que en los años que llevo exiliada aquí no haya podido olvidarte.

Aquella confesión fue todo lo que Leander necesitaba; la chispa que prendía la mecha de nuevo. Iris, incapaz de contenerse más, se levantó despacio y le abrazó desde atrás, rodeándole la cintura con los brazos para poder darle un beso en el cuello, pero no se atrevió. Se conformó con apoyar el mentón en uno de sus hombros.

—Me odio a mí mismo por el modo en el que te alejé de mí, tras la muerte de tus abuelos. Deben estar muy enfadados conmigo, igual que papá y el tío Kimmy, ¿no crees? —preguntó él, girándose, sin preocuparse de ocultar sus lágrimas—. Se supone que debía actuar como si fuera un padre para ti, al igual que hice con mis hermanos.

—¿Quién lo supone, Lend? Tenías doce años cuándo te autoencomendaste la paternidad de tres críos. No paras de defraudarte a ti mismo, porque no paras de imponerte obligaciones que no te corresponden. ¿Es que no lo ves?

—Tenía que protegeros: sois todo lo que tengo—aseguró el griego, con un hilo de voz, acunando el pequeño rostro femenino entre sus fuertes manos.

Iris, viendo materializarse al fin lo que tantas veces había soñado, entró en un onírico y narcótico estado de semiincosnciencia, del que no quería salir. Desoyendo a su sentido común y sin oponer la menor resistencia, se dejó arrastrar por Leander hasta el baño de aquella planta. Antes de que ella pudiera balbucear algo diferente a una interjección, él cerró la puerta y echó el cerrojo.

Se sentía como un títere, sin vida ni voluntad, por lo que al griego no le costó nada quitarle el vaso de refresco de las manos, dejarlo sobre la encimera del lavabo y colocarla a ella al lado. Como si estuvieran bajo el efecto de algún tipo de alucinógeno o hechizo, vieron diluirse ante sus ojos pasado y futuro. Sin nada temer, pusieron todos sus sentidos a disposición del presente más desnudo, cálido y confortable. En el piso de abajo, entre estruendosos acordes de guitarra, la voz rasgada de la cantante gimió su *adicción al amor, a la adrenalina y al sexo, y su necesidad de volar libre, animándolos a despejar sus mentes y a fundir piel con piel. Con esa intención, y sin dejar de besarla, el griego empezó a desabotonar el escote de su vestidito de seda borgoña. Bajo el influjo de ella, no había lugar para sus mañas de experto cazador. Entre sus torpes manos de párvulo, aquella hilera de pequeños puntos dorados fue describiendo lentamente el sinuoso camino que hubiera querido recorrer con los labios. Iris temblaba. Podía sentir su cuerpo, cada vez más pequeño y frágil, entre sus brazos, también la humedad en su rostro. Se negó a abrir los ojos, no quería verla llorar. No quería reconocer en ella a la niña sensible y tímida con la que se había criado. Solo deseaba sentir a la mujer: su olor, su sabor y su tacto, sin dejarse contaminar por incómodos recuerdos del pasado.

—Leander.

Escuchar su nombre, a modo de súplica, con aquella vocecita sin fuerza, le obligó a retomar su antiguo papel de adulto responsable. Una sensación extraña y desagradable en el estómago hizo que la empujara al apartarse de ella. Era algo parecido a la tristeza, o tal vez fuera culpa lo que sentía, el caso era que la pasión se había esfumado casi tan deprisa como había llegado.

—¿Por qué te detienes? —le preguntó la joven, sonrojada y aún sin aliento, intentando abotonarse el escote con una sola mano, mientras se enjugaba las lágrimas con el dorso de la otra.

—¿Por qué estás llorando?

—No lo sé, supongo que me siento un poco desbordada.

—Sigues sin confiar en mí—apostó él, mortificado.

Sin saber muy bien qué más decir o hacer, Leander se decantó por abrazarla con fuerza. Era la primera vez, desde la muerte de su padre, que tenía los sentimientos a flor de piel y no sabía cómo manejarlos.

—Confío en ti—afirmó ella, acurrucándose en su pecho—, pero temo que mañana te arrepientas de esto.

—Eso no va a pasar. Puedo asegurarte que no—le aseguró él, apretando con fuerza la caja de la joyería en su bolsillo.

Había hecho bien desoyendo las reivindicaciones pseudofeministas de Chloe respecto al matrimonio y el romance; necesitaba demostrarle a Iris que iba en serio, y aquel anillo era una prueba material de ello. ¿Qué otra cosa podría hacer si no? ¿Organizar una declaración jurada en una sala de fiestas? ¿Acaso podía haber algo menos romántico y más raro? Convencido de que la noche solo podía ir a mejor, el griego decidió pedirle matrimonio frente a las tumbas de sus padres y hermanos. Desde luego, aquella también era una opción peculiar, arriesgada e incluso un tanto siniestra, pero era una opción muy del estilo Blake. A medida que maduraba la idea en su cabeza, más simpatía sentía por ella, y más cerca se sentía de su bisabuelo. Podía entender a la perfección lo que él había sentido por su bisabuela Delamara; ya estuviera triste, ofuscada o enferma, para él Iris jamás perdía la luz que parecía envolverla. Ella poseía un poderoso aura, algo magnético y sobrenatural, que lograba iluminar los rincones más sombríos de otras almas. Leander siempre había temido y adorado aquel candor a partes iguales. Porque, paradójicamente, podía ser un incentivo y un impedimento para su amor; alimentándolo y, al tiempo, haciéndole inmerecedor de él.

—Voy a intentar avalar mi sinceridad con una prueba material. Pero, para hacerlo, necesito que me acompañes a un lugar...

Ella, no demasiado convencida, pero muy intrigada, asintió.

—Será mejor para los dos que salgamos de aquí por separado—pensó en voz alta. Lo último que quería era provocar a Electra saliendo del local con Lend del brazo.

—Desde luego: no quiero que la prensa se adelante al comunicado que mi secretario difundirá mañana—advirtió él—. Si todo sale bien, esas veinte líneas pondrán a todo el mundo en su lugar: incluidas mi madre y Electra.

Iris se encogió de hombros y volvió a asentir. A pesar de que quería confiar y zambullirse en aquella felicidad con los ojos cerrados, seguía teniendo la sensación de que algo muy malo estaba a punto de suceder.

—Te esperaré dentro del coche, detrás del edificio. No me hagas esperar demasiado —le rogó Leander, dándole un beso en la coronilla y otro en los labios, antes de desaparecer en la penumbra. Junto con él también desapareció todo lo cálido, ñoño y dulce del salón de bodas, que, ante los ojos de Iris, tomó un cariz funesto, convirtiendo los restos de la última fiesta en vestigios de un naufragio. Helada, un poco mareada y a punto de echarse a llorar, la joven acabó con su Sadbitch en un par de tragos. Unos segundos después su pecho comenzó a subir y bajar de forma frenética. Sus labios y piel se amorataron, sus piernas perdieron la fuerza y sus pupilas se desvanecieron en una espiral de luces brillantes y ruidosas.

—Lend... —suplicó la chica con un hilo de voz. Llevándose a la garganta las manos y abriendo los ojos desmesuradamente. Una solitaria lágrima recorrió su mejilla hasta la barbilla. Se estaba asfixiando.

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<<Adrenalize>>-canción, In this moment.

RASSEN IWhere stories live. Discover now