Con los años, había aprendido que lo que de veras importaba en la vida no podía tocarse, ni empaquetarse, no podía venderse ni comprarse. Que era un ligero equipaje de mano, cuya utilidad no se valoraba hasta que se dejaba de lado, olvidado en alguna parte. Entonces llegaban las lágrimas; como por arte de magia, la sobrevalorada independencia mostraba su verdadera cara, convirtiéndose en soledad y desapego, y todos los tesoros tangibles se volvían trastos inútiles. Objetos sin valor, como sus estúpidos pinceles, como sus esculturas y dibujos. Objetos que en su momento había llegado a querer, como si pudieran arroparla por las noches, y que ya no significaban nada.

Boceto a boceto, pieza por pieza, introdujo sus trabajos favoritos por la sucia boca de aquella pestilente entrada al infierno, pensando en que quizá, con un poco de suerte, meses de trabajo, de esfuerzo y desvelos, acabarían convertidos en papel higiénico o, tal vez, en uno de esos malolientes pliegos grises que tanto satisfacían a los ecoconsumistas.

Empezó por los de mayor puntuación: <<Diez, diez, nueve, siete...>>

—¡Y por último tú! —suspiró, al tiempo que desplegaba de nuevo ante sus ojos el maldito cartel con su cara.

—¿Es uno de esos carteles? ¿No habrás pasado el día mortificándote con él? —le gritó desde el otro lado de la calle su vecino Lucas, al percatarse de ello.

Luna se giró para mostrarle la mejor de sus sonrisas irónicas al único nieto de la solitaria señora <<Pitbull>> que solía pasar pequeñas temporadas viviendo con ella. Al tiempo, señaló con sus índices sus ojos hinchados.

—Más de siete mil millones de habitantes en el mundo y tú te pones así por las ocurrencias infantiles de un puñado—le regañó el chico, poniéndose a su lado en dos zancadas.

Ella chasqueó la lengua, y se encogió de hombros.

—El destino escogió para mí el puñado equivocado—le aseguró, en tono lánguido—. ¿Qué puedo decir? Lo que ha ocurrido hoy me ha confirmado que estoy atrapada en un lugar al que no pertenezco...

—¿Atrapada? No estás atrapada. Como diría tu padre: esa sensación es solo una ilusión y un síntoma del famoso <<síndrome da la patata>>—le diagnosticó el pelirrojo, con grandilocuencia.

Luna había oído muchos diagnósticos respecto a sus desequilibrios, pero era la primera vez que uno de ellos la hacía reír.

—¿Síndrome de la patata? —repitió, con una mueca escéptica.

El pelirrojo asintió y se dispuso a resumirle, a grandes rasgos, en qué consistía la enfermedad.

—Como si tuvieras menos autonomía que una piedra y menos ganas de ser útil que un reloj de sol en Norilsk, esperas a que aparezca alguien que te saque del agujero. De modo inconsciente, fantaseas con que un sudoroso y valiente macho alfa (como el hijo de la doctora Vega) te libere de la oscuridad, y de esa mezcla de mierda y tierra que han vertido sobre ti los que pretenden nutrirse de tu sufrimiento. Pero todo está en tu cabeza, rubita. Deberías saber que los machos alfa detestan los hidratos.

Aquella estúpida metáfora o lo que fuera, tan al estilo de su padre, hizo que a Luna se le anegaran los ojos de lágrimas.

—Menuda chorrada acabas de decir, aunque, sin duda, papá estaría orgulloso de ti y de tus poéticos progresos con los tubérculos—felicitó al muchacho—. Estoy segura de que te consideraría un digno sucesor suyo.

—Me halagas, pero no soy tan cursi como el doctor Munt—se jactó él—. ¿Sigues sin tener noticias suyas?

Luna bajó la mirada y negó con la cabeza.

RASSEN IWhere stories live. Discover now