Belleza monstruosa

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Las perturbadoras fotografías que mostraban cuerpos desnudos de mujeres con deformidades, contrastaban con la aséptica sala de arte contemporáneo donde se exhibía una polémica exposición.
—Fíjense en esta imagen en particular, es muy representativa del estilo del autor. La técnica empleada, el blanco y negro, es muy rudimentaria, pero la fuerza de la imagen reside en como el artista ha sido capaz de captar belleza en el cuerpo mal formado de la modelo. Con su talento consigue transformar lo horrible en hermoso. —exclamó el comisario de la exposición, dirigiéndose a un selecto grupo de público que observaba con interés las inquietantes obras.
—¿Son ciertos los rumores que dicen, qué el artista llegó a sobornar a médicos para conseguir las modelos más grotescas? —preguntó una joven entendida, que tomaba notas mientras esperaba una respuesta.
—¡No sólo eso, señorita, sino que la obsesión de Rodolph R. M. por encontrar modelos que satisficieran su morboso gusto le llevó a dedicar toda su vida a esa búsqueda. —respondió con rotundidad el distinguido comisario.

Algunos años antes en Rumanía...

Un niño de etnia gitana montado en una vieja bicicleta despojada de todo elemento superfluo, se aproxima hasta un coche seminuevo, que estaba parado en un polvoriento descampado de los extrarradios de la cuidad.
—¿Dónde te habías metido, chico? —recriminó la voz grave de Rodolph, que surgía del interior del vehículo.
—¿Ha traído el dinero? —dijo con desfachatez el chaval, mientras mantenía el equilibrio encima de la bici con un pie en el suelo.
—Aquí está, no tengo todo el día... Os lo daré cuando la vea. —contestó el fotógrafo, ostentando un fajo de billetes en su mano, al mismo tiempo que deslizó su gafas de sol hacia abajo, para dejar al descubierto una cruda mirada en su cabeza afeitada.
—¡Sígame señor, le llevaré hasta ella!

Rodolph R.M. había recorrido durante años, al menos, tres cuartas partes del mundo. Su arrollador carácter sumado a una gran ambición le había llevado a viajar hasta los países más remotos e inseguros. Se había adentrado en los ambientes y entornos más decadentes imaginables: circos, manicomios, hospitales, sectas y albergues, eran solo algunos de los sórdidos lugares de los que se había nutrido para obtener sus modelos. Un repertorio de mujeres desfiguradas, mutiladas, quemadas, locas, enanas y enfermas, de todas las razas y edades. Un catálogo de personajes monstruosos que protagonizaban las transgresoras fotografías del artista.
Pero en esta ocasión, su enfermiza fijación por conseguir nuevas modelos, cada vez más extrañas, le había conducido hasta el barrio gitano de Ferentari, al sur de la ciudad de Bucarest. Uno de los guetos marginales más peligrosos de Europa.

El coche de Rodolph seguía lentamente y a poca distancia a la destartalada bicicleta que se iba internando en un escenario post apocalíptico. Una comitiva de coches  abandonados sin ruedas ni lunas (muchos incinerados), daban la bienvenida en una larga avenida flanqueada por hileras de desalmados edificios totalmente rectangulares, carentes de ninguna terraza o balcón. Las fachadas estaban solo adornadas por un caos de cables y antenas parabólicas (seguramente robadas) y, por minúsculas ventanas atestadas de ropa vieja tendida que ahogaba el paso de la luz. Una planificación urbanística que parecía extraída del ideario del mismísimo diablo.

Al desfilar el vehículo del fotógrafo por aquel desarraigado paisaje, iba atrayendo las recelosas miradas de las desafortunadas almas que deambulaban por aquellas calles, rezumantes de basura y escombros por todas partes. En cada esquina de aquel desierto de hormigón se repetía la misma estampa: un pequeño grupo de desaliñados rodeaba un barril en llamas buscando el calor que mantuviera vivo su corrompido espíritu, y al menos, una prostituta mal vestida intentaba pescar a algún cliente dispuesto a arriesgar su salud.
Su peculiar guía turístico en aquel inframundo detuvo su bicicleta en una calle sin salida, donde se apilaban montañas de electrodomésticos oxidados y sofás.
—Es aquí señor. —dijo el joven gitano, indicando una puerta trasera rota de un edificio desconchado que daba al callejón.
Rodolph paró el motor de su coche, que llamaba tanto la atención por aquellas calles como una oveja herida entre una manada de lobos y, sin atisbo de prudencia y presa de sus propios impulsos, se dirigió hacía la estrecha puerta, armado con su mejor cámara de fotos.
Nada más abrir la puerta que colgaba solo de una bisagra se encontró un primer control en el oscuro pasillo. Un enorme hombre gordo con bigote y sombrero, con su cuello adornado con muchas cadenas de oro y que vestía una camiseta interior manchada, le cerró el paso con su sudorosa mano.
—Vamos amigo, ¿qué ocurre, te doy miedo? —alegó con ironía, Rodolph.
—Espera payo... no tan deprisa, tengo que registrarte —dijo el maloliente gorila, sin que se le alterase su profunda respiración— ¡Pasa! Sube a la tercera planta —sentenció, después de aplicar un rápido cacheo rutinario.
Rodolph subió las sucias escaleras ornamentadas con graffitis sin ningún valor artístico. En los rellanos que encontraba a su paso se escuchaban ruidos de peleas y niños llorando, que se filtraban por las delgadas puertas de aglomerado de aquella ratonera humana.
A pesar de que Rodolph era un tipo de complexión bastante robusta, los cinco o seis kilos que tenía de más, principalmente concentrados en su abdomen, le hicieron llegar al tercer piso con el aliento entrecortado.
Allí le esperaba otro tipo del mismo clan, este muy delgado, con el pelo muy largo, bigote fino y perilla, y vestido con un chaleco negro que le permitía lucir unos fibrosos brazos cubiertos de tatuajes descoloridos.
—¡Espera aquí! —ordenó el segundo matón, mientras pegaba un vistazo para asegurarse de que la casa estaba preparada para la visita.
—Pasa, tío. —dio luz verde el chulesco portero, con una sonrisa a la que le faltaban algunas piezas dentales.
El fotógrafo atravesó la entrada que daba acceso a una enorme estancia que ocupaba toda la planta del edificio. Originalmente aquel piso lo habrían ocupado varios apartamentos que en algún momento se unieron derribando las paredes, y que ahora formaba un espacio diáfano único con las columnas desnudas que soportan el edificio a la vista y, donde las escasas ventanas estaban tapiadas con maderas para impedir que entrara la luz. El falso techo de papel estaba arrancado en su mayor parte y dejaba a la vista las mugrientas cubiertas. Y en el suelo, había un reguero de velas que formaba un camino que terminaba en el fondo de la sala hasta llegar a un improvisado altar con muchas más velas, extrañas ofrendas y dibujos exotéricos que creaban un misterioso ambiente. Allí se congregaban rezando de rodillas, a la luz del velamen, al menos diez personas —todas ellas mujeres y niñas gitanas— que veneraban a una figura que estaba de pie envuelta en un manto oscuro. Que a juzgar por los ojerosos ojos que se apreciaban entre los pliegues del ropaje, parecía una mujer.
Aquella siniestra atmósfera empezaba a entusiasmar al artista, ávido de nuevas musas para su obra. Todo apuntaba a que debajo del manto se escondía alguien o algo especial, que podría colmar su insaciable afán.
—¿Señor, trae el dinero? —dijo una gitana que salió a su encuentro y que parecía la matriarca, vestida de luto y con velo.
—Aquí están los dos mil euros. También le di quinientos euros al intermediario que nos puso en contacto. Es una pasta, espero que valga la pena...
—Señor, acérquese, ella es la Shuvani. —contestó la vieja, tan pronto como se guardó el dinero entre sus enaguas.
—¿Shuvani...? —preguntó Rodolph, entornando los ojos con extrañeza.
—Es como llamamos a las brujas gitanas. Ella tiene un don muy especial. Es muy poderosa... —dijo la jerarca.
—Espero que tenga el don de sorprenderme, llegar hasta este apestoso lugar me ha hecho perder mucho tiempo y dinero... —respondió el fotógrafo, en un tono despectivo.
—Es la primera vez que la Shuvani se va a mostrar cómo vino al mundo para que la retraten. —añadió la vieja gitana, mientras, ayudada por otra mujer descubrían la vestimenta de la misteriosa Shuvani; para dejar a la vista a una joven morena con el pelo muy largo, y su cuerpo tatuado completamente desnudo y con muchas cicatrices antiguas. La bruja extendió las palmas para mostrar sus manos estigmatizadas de las que manaba un fino caño de sangre que se deslizaba por sus antebrazos para finalmente gotear en el suelo.
—Las manos de la Shuvani lloran sangre. —murmuraban con nerviosismo todas aquellas mujeres, dominadas por la superstición y sin atreverse a mirar directamente a los ojos de la señalada.
Mientras tanto, el fotógrafo que se encontraba listo en posición de disparar con su cámara, de súbito detuvo su acción y apartó su ojo del visor para decir:
—¡¿Qué demonios es esto?! ¡¿Me estáis tomando el pelo?! ¡He fotografiado a miles de mujeres más bellas y con más cicatrices que tú y no he tenido que pagar!  Ni siquiera creo que esos estigmas sean reales... ¡Me habéis timado gitanas hijas de puta!
Un silencio sepulcral se hizo en la sala y cubrieron rápidamente a la mujer desnuda.
De inmediato, aparecieron allí los guardianes que controlaban el acceso al edificio.
—¿Qué pasa contigo, payo? ¿Te has cansado de vivir, cabrón? —exclamó el matón de los brazos tatuados, con una mirada asesina en su moreno rostro con ojos azules, al mismo tiempo que exhibía una navaja en su mano.
La bruja gitana que se había postrado de rodillas, ajena a lo que ocurría en su entorno, recitaba murmurando una larga frase en algún antiguo idioma indescifrable, mientras alzaba sus sangrantes manos al cielo.
—Dejad que el payo se marche, Shuvani lo ha conjurado, ya aprenderá. —decretó la veterana matriarca, con una expresión de odio en su mirada sanguinolenta.
—Has tenido suerte cabrón, ¡lárgate antes de que cambie de opinión! —gruñó el obeso matón de las cadenas en el cuello, que empuñaba una pistola y al que se le había agitado la respiración.
Incluso un tipo arrogante y temerario como Rodolph sabía cuando tenía que rendirse, por eso, optó por hacer lo único que podía; dejar de lado su frustración, olvidarse de su dinero y abandonar el sórdido lugar por donde había venido.

De vuelta a la sala de exposiciones...

—¡Admiren está obra! Paradójicamente en sus últimos años de vida, Rodolph R.M. fue víctima de una terrible enfermedad degenerativa desconocida, que convirtió su degradado cuerpo en su propia inspiración para llevar a cabo su obra maestra: "Mi autorretrato", que fue su última obra conocida. —dijo el comisario, ante un público que horrorizado contemplaba con repulsión la fotografía de un cuerpo horripilantemente deforme, convertido en una masa carnosa en la que a duras penas se distinguía un rostro.
—Solo nos queda el consuelo de pensar que el artista, al final de su vida y a pesar de todo su sufrimiento, consiguió la impactante imagen que siempre había buscado... —añadió el director de la exposición, con una disimulada mueca de ironía dibujada en su cara.

CANAPÉS DE MUERTE (Microrrelatos de Terror)Where stories live. Discover now