Capítulo 18: Ojos achocolatados

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Merody

Enero es el mes que representa el principio y el final.

Nunca me había parado a pensar que al iniciar un mes de enero yo la pasaría tan mal, pero ya estábamos en el último día del mes, y las cosas no pintaban igual que al comienzo. Mientras un profesor invitado nos dictaba a más de cincuenta y tres personas un taller de oratoria, mi mirada se fijó en el ventanal del aula para admirar el paisaje, porque resulta que ahora me encantaba mirar el día para descubrir si se encuentra en sintonía con mi estado de ánimo. 

Y sí, el día estaba libre de nubes y el sol radiante se alzaba en el cielo más azul que había visto en mucho tiempo. Pero claro, mi humor no estaba del todo alto, puesto que hoy es martes, lo que quiere decir que era el día donde se le administraba quimioterapias a Leandro. Hace tres semanas que me enteré de su enfermedad y había tratado de ser lo más optimista posible, y lo había instado a comenzar una nueva etapa de tratamientos. Era muy difícil para ambos estar juntos, puesto que cuando él no se encontraba en el hospital, estaba en casa descansando y sufriendo vómitos y dolores de cabeza horrorosos.

Sin embargo, he sido paciente con él, a pesar de que en varias ocasiones su humor estalló y me dijo unas cuentas cosas hirientes.

Emito un largo suspiro melancólico.

Lo extrañaba demasiado y daría lo que fuera por estar con él en este momento, dándole las fuerzas que necesite para continuar luchando, pero el taller era de asistencia obligatoria, por lo que me fue imposible faltar. Los garabatos en mi cuaderno me indicaban que tampoco había sido de mucha utilidad asistir.

(...)

Mi carpeta cae al suelo mientras siento unas manos posarse en mi cadera para evitar mi caída, luego de un tremendo tropezón en la salida de la facultad.

—Cuidado... —Mi salvador se queda pasmado al reconocerme—. Hey, Merody.

—Hola, Ignacio —digo separándome de él, pero clavo mis ojos en los suyos. No lo había visto desde la Nochevieja y la verdad está un poco... diferente.

Ignacio se agacha para recoger mi carpeta y posteriormente entregármela.

—¿Cómo estás? —pregunta de manera cortés, aunque puedo notar una pequeña incomodidad en su gesto.

Frunzo el ceño.

—Supongo que bien —respondo con un encogimiento de hombros. Él asiente distraído—. Pero tú te ves un poco extraño.

—¿Yo? —inquiere con disimulo. Cuando le doy mi afirmación, continúa hablando con desdén—. Nada que ver. Estoy bastante bien. Concentrado en aprobar el semestre, ya sabes.

—Me... alegro —digo. Como noto la urgencia de Nacho de querer desaparecer de allí, voy directa al grano—. Pensaba que te pasaba algo luego de lo que sucedió en Nochevieja.

Él guarda silencio y confirma mis sospechas.

—Merody, esa noche me di cuenta de muchas cosas ¿sabes? —dice resignado—. Caí en cuenta de que ya no... sientes nada por mí. De que realmente, estás enamorada de él. Por eso, y tengo que admitirlo, adopté una posición distante contigo.

Sus ojos chocolates se achican y tengo que pasar saliva, porque siento que podría echarse a llorar ahí mismo, y yo con él.

—Lo siento —digo sin tener una razón exacta para hacerlo—. Probablemente lo mejor será que continuemos distanciados, aunque esperaba que pudiéramos quedar como amigos.

Él lanza una carcajada sin humor.

—Lo intentamos, pero no dio resultado —dice. Tengo que darle la razón—. Espero que todo vaya bien contigo y Bustamante. Adiós, Mer.

Cuando Ignacio se aleja por el pasillo sin mirar atrás, me embarga un extraño sentimiento de melancolía. Me sentía más sola que nunca.

«Adiós, Nacho»

(...)

Son las cuatro en punto de la tarde cuando llego al hospital. El ambiente allí está bastante tranquilo, y sólo unas tres personas están en la habitación recibiendo sus quimioterapias. Leandro, un señor de cuarenta años llamado Droco, y la pequeña Aleana.

Me acerco a la camilla donde se encuentra Leandro y beso sus labios brevemente, porque está adormilado. Después, tomo asiento al lado de Aleana.

Ella sólo tiene ocho años, y sufre de leucemia. Sus ojos son color marrón muy oscuro y alguna vez me contó que su cabello fue de color castaño claro, antes de empezar sus ciclos de tratamiento. Me encanta esa niña, que a pesar de sufrir tan horrible enfermedad, se mantiene tan radiante como un sol.

—Hola, Aleana. —la saludo. Su madre al verme llegar me sonríe y se retira al baño.

—Hola, Merody —me sonríe—. Menos mal llegaste, Leandro y yo te extrañábamos mucho.

El aludido sonríe con los ojos cerrados, recostado sobre la camilla.

—Yo también estaba impaciente por venir a verlos, pero antes tuve que ir a clases. —le explico con una media sonrisa. Ella se acomoda su gorro color rosa chillón sobre la cabeza y suspira.

—Yo extraño ir a la escuela —dice mirando su vía intravenosa—. Tenía muchos amigos y organizábamos pequeñas fiestas en la casa de uno y otro de vez en cuando. 

Como no sé que decirle para subirle el ánimo, acaricio su mano suavemente.

—Ellos también deben extrañarte mucho, Aleana. —digo apunto de llorar. Soy un desastre tratando de animar a las personas.

—Ya verás que pronto regresas a la escuela, Ale —susurra Leandro—. Debes continuar siendo fuerte para así mejorarte muy rápido.

Ella recupera la sonrisa un minuto después.

—Tienes razón —dice de nuevo entusiasta—. El doctor me dijo que si le era fiel al tratamiento, podría irme a casa y volver al colegio.

—¡Eso es maravilloso, Aleana! —exclamo en voz baja. No quiero que nuestra charla moleste a Droco.

—Y ojalá me crezca también el cabello. Así como el tuyo. —Ella alarga su pequeña mano y cepilla mi cabello, mirándolo con anhelo.

Esa mirada achocolatada me da una extraordinaria idea.

Tal vez no sepa animar a las personas con palabras, pero tal vez con hechos sí.




No olvides que te amo©Where stories live. Discover now