Capítulo VIII

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Nada estaba del todo bien en la majestuosa mansión de Lord Orwell.

El gran Duque de Richmond padecía de septicemia en sus primeros inicios y avanzaba a una velocidad que estremecía hasta al mismísimo médico.

Efectivamente como Elise había dictaminado, tenía en la pared del músculo abdominal una pequeña astilla de dos centímetros, que sin entender cómo había permanecido en su lugar sin dañar más allá de lo ya dañado, según palabras del médico, era un milagro que Lord Ravencroft aún siguiera respirando.

Al décimo día de estar él inconsciente, Georgiana apenas tenía ánimos para comer. Era como si el espíritu de ella se fuera apagando a medida que el malestar de su tan estimado hermano fuera avanzando. Elise también se encontraba desanimada.

Joshua y Joseph Orwell, por petición de su madre regresaron a su residencia principal, y Joseph había más que asegurado que volvería en un par de días luego de tranquilizar los nervios de su madre.

La casa se sentía vacía.

Lady Loughty viajaba mucho a la ciudad por temas de papeles relacionados a su antigua residencia en Anjou, que en ese entonces administraba el sobrino de su difunto esposo. Así que se encontraban ellos tres solos junto a los seis empleados que vivían trabajando en ese techo hacia muchísimo tiempo.

Como cada madrugada Elise se encaminó a la habitación de Lord Ravencroft, reacomodó la postura de este pare que sus músculos no se atrofiasen y despidiéndose con una sonrisa triste que él no podía ver se dirigió a ver a su amiga.

Georgiana tenía la piel pálida y las mejillas hundidas, unas enormes bolsas moradas bajo sus ojos y un aura de tristeza muy profunda. Al encontrarla en ese estado sintió un amargo sabor en la boca.

—Lady Ravencroft —saludó en un intento de sonar animada— Me han informado que esta listo el desayuno.

Como respuesta Georgiana se hundió en las frazadas dándole la espalda. A Elise se le cerró el pecho de la angustia.

—Mi Lady... se lo ruego.

—Ahora no —le cortó de lleno, escupiendo las palabras sin siquiera dirigirle una mísera mirada—, señorita Braun, le ordeno que se retire.

Elise sintió como una patada en el estómago aquellas palabras y aunque su madre le había enseñado siempre a tener templanza y no a desbordarse antes situaciones que le digustaban, tragó grueso y apretó sus manos sabiendo de ante mano que sus mejillas ya deberían estar moradas por el enojo. Respirando con fuerza dejó salir con una dulzura un tanto forzada las siguientes palabras:

—Su hermano en este momento lo que menos necesita es percibir el malestar en el que usted está hundida por voluntad propia —Georgiana se incorporó con los ojos sulfurando irá. En silencio, con orgullo y la cabeza bien en alto, se plantó frente a su dama de compañía. Al verla Elise suavizó sus gestos como lo haría una hermana—, lo que Lord Ravencroft necesita es que estés de buen ánimo, sentirte bien...

—¿Qué espera, señorita?, ¡¿Eh?! —le objetó molesta, enfrentándola con aquellos ojos tan ardientes como el frío más crudo, Elise no pudo evitar pensar que así se parecía más a su hermano— ¿Que haga una fiesta?, ¿Que ría, que aplauda y celebre el estado convaleciente de mi propio hermano, de mi propia sangre?, déjeme decirle que usted está más que equivocada, señorita Braun.

—Lady, no me refería a que haga un convite de la enfermedad de su hermano —Georgiana torció el cuello animándola a contradecir a la hermana del Duque de Richmond. Esa postura que tomó su amiga, que demostraba su más absoluto poderío le erizó la piel a Elise que sintió como otra puñalada se clavaba en su estómago—, lo que quería decir es que lo que el Lord requiere en este momento es a su amada hermana fuerte para sostenerlo a él, para apoyarlo y darle la fuerza necesaria para seguir. Y en el caso que nuestro señor quiera tenerlo a su lado, irse en paz.

Cánteme, EliseWhere stories live. Discover now