Capítulo IV

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Una hora después de la retirada de la modista, Lady Loughty ingresó primera en el carruaje con ayuda del cochero. Luego le siguió su sobrina y por último Elise, que se sentó junto a una Georgiana bastante entusiasmada.

Elise, la mayor parte del trayecto, se la pasó observando el paisaje y escuchando las indicaciones de amiga, que animada le contaba a quienes les pertenecían esas tierras. Hasta que la Marquesa de Anjou las interrumpió con dulzura:

—Elise, querida, ¿has sido presentada ante la sociedad?

—Claro que sí, Lady Loughty, mi querida madre me presentó cuando cumplí dieciséis años. Ya estoy por llegar a mi tercera temporada.

—Imagino, Elise, que está temporada será totalmente distintas a las anteriores.

—Efectivamente —Le respondió a su amiga con una mirada cargada de dulzura—, será como volver a presentarme.

Lady Loughty asintió satisfecha y siguió observando el horizonte. Luego de veinte minutos llegaron a la mansión de Lady Orwell, una baronesa viuda, que tenía más inteligencia y suspicacia que cualquier mujer de aquel entonces.
Un joven se acercó para darles la bienvenida, y con una indicación les indicó que siguieran a la ama de llaves.

Elise observó los distintos juegos decorativos que adornaban el camino hacia la sala de té de Lady Orwell. Y se retrasó unos pasos al quedar estática frente al retrato de un par de jóvenes de buen ver. Con un semblante intransigente y misterioso, Lord Ravencroft, unos años más joven, con una mano en su espalda y la otra en la solapa de uno de sus trajes más elegantes figuraba su gran mutismo y poder. Estaba acompañado de un joven de cabellos oscuros y arremolinados, con una postura similar a la del Duque de Richmond y con una mirada que demostraba su gran fortuna y posición social.

Volviendo a la realidad, Elise dio un pequeño trote para alcanzar a las mujeres que se les había adelantado bastante y estaban a punto de ingresar al elegante salón. Elise se acomodó en el majestuosos sillón de roble de Lady Orwell. Bebió un poco de té y respondió de manera dulce y educada a las preguntas de la baronesa viuda.

—Dime, querida Elise, ¿sabes tocar el piano?

—Jamás llegaría a la altura, su Excelencia, para que me escuchen sin oír algunos desfases.

—No sea tímida, señorita Braun, y deleitenos con su música.

Asintió a la baronesa. Y se encaminó hacia el enorme piano de Lady Orwell.

Llegando a la segunda parte de su pieza favorita un estallido la hizo pegar un salto del pequeño banquito y errar de tecla. Se giró, con el corazón latiéndole a mil hacia un joven con ropa de montar.

—¡Joshua!, ¿Hijo, que manera son esas de ingresar a un salón repleto de damas?

El aludido hizo una corta y torpe venia y se dirigió nuevamente a su madre.

—Lo lamento mucho madre, siento ser tan grosero y falto de respeto, pero he recibido una terrible noticia.

Elise levantó la vista de sus manos cruzadas hasta el rostro del hijo de la baronesa.

—Mi hermano ha sufrido un accidente, nadie sabe como pero la carreta que traía a nuestro queridísimo Joseph se ha salido del camino y se ha dado vuelta.

Lady Orwell pegó un brinco de su asiento y con el semblante más pálido que un trozo de papel, se agarró del pecho y comenzó a respirar de manera agitada. Tomando con firmeza la tela de su corcet se tambaleó hasta terminar nuevamente sentado junto a su invitada.

—Mi hijo —balbuceó la baronesa—..., mi Joseph.

—¿Cómo es su estado? —intervino Lady Loughty, llamó a la criada de su amiga, la aludida apareció rápidamente y se dirigió a ella con dulzura—, ¿podrías traerle un poco té?

Con una venía se despidió y salió de la habitación como un suspiro.

—En la carta no se especificaba cómo era su estado.

Con esas palabras, el cuerpo de Lady Orwell cayó como una pluma sobre los brazos de Lady Loughty.

—¿Lady Orwell?, ¿Baronesa? —Lady Loughty le dio un sutil golpecito en la mejilla y mirando al hijo de su amiga, exclamó— ¡Se ha desmayado!

Joshua miró hacia todos lados intentando de manera desespera encontrar una solución. Hasta que Lady Loughty sentenció:

—Llevemosla para que se recueste en su cama.

Con un poco se ayuda lograron llevar a la pobre Lady Orwell a sus aposentos. Sobre el tocador de la baronesa, Elise distinguió un frasco de perfume, recordando las veces que su madre se había desmayado en el transcurso de su enfermedad y como la señorita Connor, la enfermera de su madre, lograba traerla en sí. Tomó sin permiso el frasco y se acercó hasta al lado de su señoría y colocó unas gotitas del dulce elixir bajo la nariz de Lady Orwell. Luego de unos segundos, la baronesa viuda abrió los ojos extrañada por verse en su habitación rodeada de personas.

—¿Joshua?

—¡Madre! —se lamentó—, lo siento tanto, por el gran susto que te he dado, no era mi intención, ya he enviado a un criado con una carta que exigía saber con todo detalle el estado de Joseph.

Aún así Lady Orwell no se quedó tranquila, envió al señor Charles, el encargado de caballería a acompañar en ese momento a su hijo tan amado.

Luego de unas horas, y ya llegando al anochecer Lady Orwell recibió una carta de su primogénito. Y para aumentar la preocupación de todos, supieron que Joseph no estaba sólo, que junto a él en ese momento tan espantoso también se encontraba Lord Ravencroft. Que por lo dicho en la carta escrita de puño y letra de Joseph Orwell, el estado de su amigo era mucho más crítico que el suyo.

Al escuchar esas palabras Georgiana se espantó, Elise también asustada por lo sucedido se acercó a su amiga y tomándola de las manos la acompañó en silencio en su pesar. Lady Loughty sin querer angustiar más a su sobrina, envió a que preparan todo para realizar un rápido viaje a la antigua residencia principal del fallecido Conde Jonh Orwell.

Cánteme, EliseWhere stories live. Discover now