Capítulo 28. Águila.

342 31 16
                                    

¡Con qué facilidad varían nuestros sentimientos y que extrañamente nos aferramos a la vida en momentos de desesperación!

Mary W. Shelley

Después de una larga semana de no salir del hospital, salvo para bañarme (algunas veces). Me encontraba completamente acorralado, corría el riesgo de que me echaran del trabajo por inasistencia, pese a que había avisado sobre mi situación familiar en general, no quisieron darme vacaciones. Pero yo sabía que no podía dejar a mi padre solo. Era la persona más influyente para mi en este puto mundo y estaba dispuesto a no dejarlo morir, costará lo que me costará.

La doctora encargada de mi padre, se esforzaba día a día para mantenerlo con vida y a pesar de no haber despertado del coma profundo en el que había caído, en el fondo sé que mi él sabía lo mucho que nos preocupaba. Regina se encargaba de cuidar a Vania y a nuestros perros, logrando mantener la compostura por ambos. A pesar de estar preocupada por mi padre, se esforzaba día a día por encontrar a un buen abogado que nos socorriera en el caso de la patria potestad de nuestra hija.

Me encontraba al borde de la desesperación, poco a poco sentía como mi familia se iba derrumbando y lo peor de todo era la impotencia que me causaba el no poder darle solución. Me sentía tan inútil y tan poca cosa. Cada que veía a mi hija dedicandome una sonrisa, y diciendo cosas como "no llores papá, mi abuelito se va a curar pronto" como una manera de darme ánimos, era lo único que me mantenía cuerdo. Pero esa poca estabilidad se iba a la completa mierda cuando entraba en la habitación de mi padre y lo veía derrumbado e inmóvil en aquella cama, conectado a un montón de aparatos para mantenerlo con vida ¿Cuando despertara por fin? no ¿LLegaría a despertar? Tenía miedo.

Mi madre y Aaron se encontraban en la misma situación que yo, los tres nos encontrábamos sumidos en una constante lucha en contra  de la tristeza, apenas comíamos, apenas hablábamos, ya ni siquiera estábamos concientes de nuestra propia existencia.
Cuando entraba en la habitación de mi padre, en veces me sentaba al lado de su cama en silencio, mientras lo miraba anhelante, esperando que de un momento a otro despertara y me estrechara entre sus brazos. Pero también había ocasiones en las que me ponía a hablarle por horas y a contarle pequeñas anécdotas que se me venían a la mente, tan fugaces, pero tan necesarias. Quería que supiera que estaba ahí para él y que siempre lo estaría, así como él había estado para mi en todo momento. Mi padre era en lo absoluto el pilar en mi vida y sin sus consejos y su ejemplo, no sé quién sería Víctor Alcorta ahora. Conforme pasaban los días mi padre no daba señales de mejorarse, al contrario, parecía empeorar a cada segundo, pero no perdíamos la esperanza.

Para ese entonces había llorado tanto que ya no conseguía expulsar más lágrimas, la tristeza, el estrés y la preocupación se habían acumulado y poco a poco se volvían tan parte de mi, que de un momento a otro dejé de sentirme feliz. Supongo que es así siempre cuando tienes el presentimiento de que algo que disfrutaste llegará a su fin.

Llegada la segunda semana en el hospital, sin tener buenas noticias sobre el estado de mi papá, Regina me dijo que tendríamos que comenzar a asistir a la corte para pelear por Vania, porque a pesar de haberlo intentado sus padres no desistieron de sus decisión y seguían sin entender nuestra clase de amor. Seguíamos sin encontrar abogados accesibles, pues estábamos demasiado cortos de dinero, ya que el tratamiento de mi padre y su estadía en el hospital no eran para nada baratos. Llegué a preguntarme si perdería a mi hija e incluso si tendría que escoger entre uno y otro. Pero siempre obtenía la misma respuesta, llegaría a mi la solución. Sin importar que, saldré adelante ayudándolos a ambos. Superare esto, me quedaré con Vania y recuperare a mi padre.

Todos los días llegaban diferentes personas, conocidos de mi papá, familiares y amigos, que preguntaban por su estado de salud, entraban a visitarlo por unos minutos y se iban, pero en todo ese lapso de tiempo no había visto a Joel, el padre de Abel, quien a pesar de todos esos años nos había hecho creer que era su mejor amigo, sí era así ¿Por qué no había ido a visitarlo? De haber estado en el lugar de mi papá, estoy seguro que él no habría salido del hospital ni un sólo minuto. Y cuando me encontraba sumido en el odio, y al borde de la desesperación por no ver al mejor amigo de mi progenitor y por no haber encontrado a un maldito abogado que accediera a ayudarnos, ví a Joel caminar por el pasillo, junto a su esposa y a un joven demasiado alto, moreno, de ojos claros, tez morena, fornido y con el tatuaje de un águila asomándose por sus clavículas, me quede sin palabras. Era Abel.

Víctor contra Victoria. |La historia de un tránsgenero|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora