Capítulo 14: El foso de los leones

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Una de las divisiones de la cárcel de la Fuerza, en donde se custodian los presos más peligrosos, lleva el nombre de patio de San Bernardo.

En su lenguaje enérgico, los presos le han dado el sobrenombre de Foso de los Leones, probablemente porque los cautivos muerden frecuentemente los hierros y muchas veces a los guardianes.

Es una prisión dentro de otra.

Los muros tienen doble espesor que los demás de la cárcel. Todos los días un guardián registra cuidadosamente las rejas, y es fácil conocer, al observar su estatura hercúlea y sus miradas frías a inquisidoras, que los alcaides han sido escogidos para reinar sobre su pueblo por el terror y la actividad de la inteligencia.

El patio de aquella división está rodeado de muros enormes sobre los que resbala oblicuamente el sol cuando se decide a penetrar en aquel abismo de fealdades morales y físicas.

En aquel patio, desde la hora de levantarse, vagan pensativos, espantados y pálidos como espectros, aquellos hombres que la justicia tiene bajo el peso de su aguda cuchilla. Se les ve arrimarse, formar grupos a lo largo de la pared que recibe y conserva mayor parte de calor. Permanecen allí hablando dos a dos, las más veces solos, con la vista fija en la puerta, que se abre para llamar a alguno de los habitantes de aquella lúgubre mansión, para vomitar en aquel golfo una acerba escoria expulsada del seno de la sociedad.

El patio de San Bernardo posee su locutorio particular, un cuadrílongo dividido en dos partes por dos rejas de hierro colocadas a distancia de tres pies la una de la otra, de suerte que el que visita aquel local no puede dar la mano al preso. Aquel locutorio es sombrío, húmedo y horroroso, sobre todo cuando se tienen en cuenta las espantosas confidencias de que han sido testigos aquellas enmohecidas rejas. Sin embargo, por espantoso que sea aquel sitio, es el paraíso donde vienen a gozar de una sociedad esperada con impaciencia aquellos hombres cuyos días están contados, pues rara vez sale uno del Foso de los Leones que no vaya a la barrera de Santiago o a presidio perpetuamente.

En el patio que acabamos de describir, y que estaba sumamente húmedo, se paseaba con las manos en los bolsillos del frac un joven a quien examinaban con curiosidad los habitantes de la Fuerza. Habría podido pasar por hombre elegante, gracias a sus ropas, si éstas no hubiesen estado hechas pedazos. Con todo, no eran viejas. El paño fino y sedoso en los sitios intactos, recobraba fácilmente su brillo al pasarle la mano el joven, que procuraba rehacer su frac. Con el mismo cuidado, dedicábase a abrocharse una camisa de batista, que había cambiado considerablemente de color desde su entrada en la cárcel, y pasaba sobre sus botas barnizadas un pañuelo de holanda, en cuyos picos estaban bordadas unas iniciales y encima una corona heráldica.

Algunos de los pupilos del Foso de los Leones contemplaban con un interés particular los manejos del preso.

—¡Toma!, mira, mira cómo se compone el príncipe —dijo uno de los ladrones.

—Tiene un aire muy distinguido —respondió otro—, y seguro que si tuviese un peine y pomada, eclipsaría a todos los elegantes de guante blanco.

—Su frac no es aún viejo, y sus botas relucen lindamente. Es muy lisonjero para nosotros tener compañeros de buen tono, y esos tunos de gendarmes son bien villanos. ¡Los envidiosos! ¡Pues no han destrozado tan hermoso traje!

—Parece que es un sujeto famoso —dijo otro—, ha hecho de todo... y en gran estilo..., ¡viene de allá abajo tan joven! ¡Oh! ¡Eso es magnífico... !

Y el que era objeto de aquella vergonzosa admiración parecía saborear los elogios o los vapores de los elogios, porque no oía las palabras.

Cuando hubo dado fin a su aseo, se acercó a la reja de la cantina, contra la que estaba recostado el guardián.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora