TERCERA PARTE: EXTRAÑAS COINCIDENCIAS Capítulo 1: El almuerzo.

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—¿Qué clase de personas esperáis? —repuso Beauchamp.

—Un hidalgo y un diplomático —repuso Alberto.

—Pues entonces esperaremos dos horas cortas al hidalgo y dos horas largas al diplomático. Volveré a los postres. Guardadme fresas, café y cigarros, comeré una tortilla en la Cámara.

—No hagáis eso, Beauchamp, pues aunque el hidalgo fuese un Montmorency y el diplomático un Metternich, almorzaremos a las once en punto.

Mientras tanto, haced lo que Debray: probad mi Jerez y mis bizcochos.

—Está bien, me quedo. En algo hemos de pasar la mañana.

—Bien, lo mismo que Debray. Sin embargo, yo creo que cuando el ministerio está triste, la oposición debe estar alegre.

—¡Ah! No sabéis lo que me espera. Esta mañana oiré un discurso del señor Danglars en la Cámara de los Diputados y esta noche, en casa de su mujer, una tragedia de un par de Francia. Llévese el diablo al gobierno constitucional y puesto que podíamos elegir, no sé cómo hemos elegido éste.

—Me hago cargo, tenéis necesidad de hacer acopio de alegría.

—No habléis mal de los discursos del señor Danglars —dijo Debray—, vota por vos y hace la oposición.

—Ahí está el mal. Así, pues, espero que le enviéis a discurrir al Luxemburgo para reírme de mejor gana.

—Amigo mío —dijo Alberto a Beauchamp—, bien se conoce que los asuntos de España se han arreglado. Estáis hoy con un humor insufrible. Acordaos de que la Crónica parisiense habla de un casamiento entre la señorita Eugenia Danglars y yo. No puedo, pues, en conciencia, dejaros hablar mal de la elocuencia de un hombre que deberá decirme un día: «Señor vizconde, ¿sabéis que doy dos millones a mi hija? »

—Creo —dijo Beauchamp— que ese casamiento no se efectuará. El rey ha podido hacerle barón, podrá hacerle par, pero no lo hará caballero, el conde de Morcef es un valiente demasiado aristocrático para consentir, mediante dos pobres millones, en una baja alianza. El vizconde de Morcef no debe casarse sino con una marquesa.

—Dos millones... no dejan de ser una bonita suma —repuso Morcef.

—Es el capital social de un teatro de boulevard o del ferrocarril del Jardín Botánico en la Rapée.

—Dejadle hablar, Morcef —repuso Debray— y casaos. Es lo mejor que podéis hacer.

—Sí, sí, creo que tenéis razón, Luciano —respondió tristemente Alberto.

—Y además, todo millonario es noble como un bastardo, es decir, puede llegar a serlo.

—¡Callad! No digáis eso, Debray —replicó Beauchamp riendo—, porque ahí tenéis a Chateau-Renaud, que, para curaros de vuestra manía, os introducirá por el cuerpo la espada de Renaud de Montauban,su antepasado.

—Haría mal —respondió Luciano—, porque yo soy villano, y muy villano.

—¡Bueno! —exclamó Beauchamp—, aquí tenemos al ministerio cantando el Beranger; ¿dónde vamos a parar, Dios mío?

—¡El señor de Chateau-Renaud! ¡El señor Maximiliano Morrel! —dijo el criado, anunciando a dos nuevos invitados.

—Ya estamos todos, mas si no me equivoco, ¿no esperaban más que dos personas?

—¡Morrel! —exclamó Alberto sorprendido—, ¡Morrel! ¿Quién será ese señor?

Pero antes de que hubiese terminado de hablar, el señor de Chateau Renaud estrechaba la mano a Alberto.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora