Capítulo 6 El sustituto del procurador del rey

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En la calle de Grand Cours, lindando con la fuente de las Medusas, en una de esas antiguas casas de arquitectura aristocrática, edificadas por Puget, se celebraba también en el mismo día y en la misma hora un banquete de bodas, con la diferencia de que en lugar de ser los personajes y anfitriones gente del pueblo, marineros y soldados, pertenecían a la más alta sociedad de Marsella.

Tratábase de antiguos magistrados que habían dimitido sus empleos en tiempo del usurpador, antiguos oficiales desertores de sus filas para pasarse a las del ejército de Condé, y jóvenes de ilustre alcurnia, todavía poco elevados a pesar de lo que habían sufrido ya por el odio hacia aquel a quien cinco años de destierro debían convertir en un mártir, y quince de restauración en un dios.

Se hallaban sentados a la mesa, y la conversación chispeaba a impulsos de todas las pasiones de la época, pasiones tanto más terrible y encarnizadas en el Mediodía de Francia, cuanto que al cabo de quinientos años, los odios religiosos venían a añadirse a los odios políticos.

El emperador rey de la isla de Elba, que después de haber sido soberano en una parte del mundo, reinaba sobre una población de cinco a seis mil almas, y después de haber oído gritar ¡Viva Napoleón! por ciento veinte millones de vasallos, en diez lenguas diferentes, era tratado allí como un hombre perdido sin remedio para Francia y para el trono.

Los magistrados anatematizaban sus errores políticos; los militares murmuraban de Moscú y de Leipzig; las mujeres, de su divorcio de Josefina; y no parecía sino que aquel mundo alegre y triunfante, no por la caída del hombre, sino por la derrota del príncipe, creyese que la vida comenzaba de nuevo para él, que despertaba de un sueño penoso.

Un anciano condecorado con la cruz de San Luis se levantó brindando por la salud del rey Luis XVIII. Era el marqués de Saint-Meran. Con este brindis, que recordaba a la vez al desterrado de Hartwell y al rey pacificador de Francia, se aumentó el barullo, los vasos chocaron unos con otros, las mujeres se quitaron las flores de la cabeza y las esparcieron sobre el mantel; momento fue éste en verdad de entusiasmo casi poético.

-Ya confesarían de plano si estuviesen aquí -dijo la marquesa de Saint-Meran, mujer de mirada dura, labios delgados y continente aristocrático, mujer aún a la moda, a pesar de sus cincuenta años- ya confesarían de plano todos esos revolucionarios que nos han secuestrado, a quienes dejamos a nuestra vez conspirar tranquilamente en nuestros castillos antiguos comprados por un pedazo de pan en tiempo del Terror; ya confesarían que el verdadero desinterés estaba de nuestra parte, puesto que nosotros nos uníamos a la agonizante monarquía, mientras ellos, por el contrario, saludaban al sol que nacía, y labraban sus fortunas, mientras que nosotros perdíamos la nuestra; confesarían que nuestro soberano era verdaderamente Luis, el muy amado, mientras que su usurpador no fue nunca más que Napoleón el maldito. ¿No es verdad, Villefort?

-¿Qué decís..., señora marquesa...? -respondió aquel a quien se dirigía esta pregunta-. Perdonadme, no atendía a la conversación.

-Dejad a esos jóvenes, marquesa -replicó el viejo que había brindado-. Van a casarse, y naturalmente tendrán que hablar de otra cosa que no de política.

-Dispensadme, mamá -dijo una preciosa joven de cabellos rubios y ojos azules-. Os devuelvo al señor de Villefort, al que entretuve un instante. Señor de Villefort, mamá os preguntaba...

-Estoy pronto a responder a la señora marquesa, si se digna repetir su pregunta que antes no oí.

-Estáis dispensada, Renata -dijo la marquesa con una sonrisa de ternura que rara vez brillaba en su rostro áspero y seco-; sin embargo, el corazón de la mujer es de tal naturaleza que aunque árido y endurecido por las exigencias sociales, siempre guarda un rincón fértil y amable, el que Dios ha consagrado al amor de madre.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora