Capítulo 13: La partición

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En la casa de la calle de San Germán de los Prados, que había escogido para su madre y para sí Alberto de Morcef, el primer piso estaba alquilado a un personaje misterioso.

Era un hombre a quien el conserje no había podido nunca ver la cara, entrase o saliese, porque en el invierno la cubría con una bufanda encarnada, como los cocheros de casas grandes que esperan a sus amos a la salida del espectáculo, y en verano se sonaba siempre en el momento de pasar por delante de la portería. Preciso es decir que contra las costumbres establecidas, nadie espiaba a aquel vecino, y que la noticia de que era un gran personaje poderoso a influyente había hecho respetar su incógnito y sus misteriosas apariciones.

Sus visitas eran ordinariamente fijas, aunque algunas veces se adelantaban o retrasaban, pero casi siempre, lo mismo en invierno que en verano, a las cuatro de la tarde, tomaba posesión de su cuarto y jamás pasaba en él la noche.

La discreta criada, a la que estaba confiado el cuidado de la habitación, encendía la chimenea en el invierno a las tres y media, y a la misma hora en verano subía helados y refrescos.

Como hemos dicho, a las cuatro llegaba el misterioso personaje. Veinte minutos más tarde un coche se detenía a la puerta de la casa, y una mujer vestida de negro o de azul muy oscuro, pero cubierta siempre con un espeso velo, se apeaba, pasaba como un relámpago por delante de la portería y subía sin que se sintiesen en la escalera sus ligeras pisadas. Jamás le preguntaron adónde iba. Sus facciones, como las del caballero, eran completamente desconocidas a los guardianes de la puerta, conserjes modelos, solos quizás en la inmensa cofradía de porteros de la capital, capaces de semejante discreción.

Inútil es decir que jamás pasaba del primer piso, llamaba a la puerta de un modo particular, abríase ésta, se cerraba en seguida herméticamente, y he aquí todo. Para salir tomaban las mismas precauciones que para entrar. Primero salía la desconocida, cubierta siempre con el velo, y tomaba el coche, que desaparecía tan pronto por un lado de la calle como por el otro. A los veinte minutos bajaba el desconocido cubierto con su bufanda o tapándose con el pañuelo.

Al día siguiente a aquel en que el conde de Montecristo hizo la visita a Danglars y tuvo lugar el entierro de Valentina, el misterioso inquilino entró hacia las diez de la mañana en lugar de las cuatro de la tarde. Casi inmediatamente y sin aguardar el intervalo ordinario, llegó un coche de alquiler, y la señora cubierta con el velo subió rápidamente la escalera.

La puerta se abrió y se cerró, pero antes que estuviese del todo cerrada, la señora había exclamado:

—¡Oh! ¡Luciano! ¡Oh!, ¡amigo mío!

De modo que el conserje, que sin quererlo había oído aquella exclamación, supo por primera vez que su inquilino se llamaba Luciano; pero como era un portero modelo, se propuso no decirlo ni aun a su mujer.

—Y bien, ¿qué hay, amiga querida? —respondió éste, pues la turbación y prisa de la señora le habían hecho conocer quién era—, hablad, decid.

—¿Puedo contar con vos?

—Desde luego, ya lo sabéis. Pero ¿qué ocurre? Vuestro billete de esta mañana me ha producido una terrible preocupación. La precipitación, el desorden de vuestra carta, vamos, tranquilizaos, o acabad de espantarme de una vez. ¿Qué hay?

—¡Luciano, un gran acontecimiento! —dijo la señora, fijando en él una mirada investigadora—, el señor Danglars se ha fugado la pasada noche.

—¡Danglars! ¿Y dónde ha ido?

—Lo ignoro.

—¡Cómo! ¿Lo ignoráis? ¿De modo que es para no volver más?

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora