Capítulo 10: La fonda de la campana y la botella

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Dejemos de momento a la señorita de Danglars y su amiga, camino de Bruselas, y volvamos al pobre Cavalcanti, tan desgraciadamente detenido al empezar su fortuna.

A pesar de sus pocos años, era un joven listo a inteligente, y así es que a los primeros rumores que penetraron en el salón, le vimos ir ganando gradualmente la puerta.

Olvidamos una circunstancia que no debe omitirse, y es que en uno de los salones que atravesó Cavalcanti estaban los regalos de la novia: diamantes, chales de Cachemira, encajes de Valenciennes, velos ingleses, y en fin, todos aquellos objetos que sólo el nombrarlos basta para hacer saltar de alegría a una joven. Ahora bien, al pasar por aquel cuarto, y esto prueba que Cavalcanti era no solamente un joven diestro a inteligente, sino también previsor, se apoderó del mejor aderezo.

Reconfortado con aquel viático, se sintió la mitad más ligero para saltar por una ventana y escaparse de entre las manos, de los gendarmes. Alto, bien formado como un gladiador antiguo, y musculoso como un espartano, Cavalcanti corrió un cuarto de hora sin saber adónde iba, y con el solo fin de alejarse del sitio en que faltó muy poco para que le prendiesen.

Salió de la calle de Mont-Blanc, y por el instinto que los ladrones tienen a las barreras, como la liebre a su madriguera, se halló sin saber cómo al extremo de la calle de Lafayette. Allí se detuvo jadeante.

Estaba completamente solo, tenía a su izquierda el campanario de San Lázaro y a su derecha París en toda su profundidad.

—¿Estoy perdido? —se preguntó a sí mismo—. No, si mi actividad es superior a la de mis enemigos.

Vio que subía por el arrabal Poissonnière un cabriolé de alquiler, cuyo cochero, fumando su pipa, parecía querer ganar la extremidad del arrabal San Dionisio, donde debía sin duda parar ordinariamente.

—¡Eh! ¡Amigo! —le gritó Benedetto.

—¿Qué hay, señor? —preguntó el cochero.

—¿Vuestro caballo está muy cansado?

—¿Cansado? ¡Bah! Si no ha hecho nada en todo el santo día. Cuatro miserables viajes, y un franco para beber, siete francos en total, y debo llevar diez al patrón.

—¿Queréis agregar a esos siete francos otros veinte que veis aquí?

—Con mucho gusto. Veinte francos no son de despreciar; ¿qué he de hacer para ello? Veamos.

—Una cosa muy fácil, si vuestro caballo no está cansado.

—Os aseguro que irá como el viento; basta que me digáis por dónde debo marchar.

—Por el camino de Louvres.

—¡Ah! ¡Ah! ¡PaU de ratafía!

—Exacto. Se trata solamente de alcanzar a uno de mis amigos, con el que debo cazar mañana en la Chapelle-en-Serva; debía esperarme aquí a las once y media con su cabriolé. Son las doce, se habrá marchado solo, cansado de esperar.

—Es probable.

—Y bien, ¿queréis ver si lo alcanzamos?

—¿Cómo no?

—Pero si no lo alcanzamos hasta Bourget, os daré veinte francos; si tenéis que ir a Louvres, treinta.

—¿Y si lo alcanzamos?

—Cuarenta —dijo Cavalcanti, que había reflexionado un instante y comprendió que con prometer no arriesgaba nada.

—Está bien —dijo el cochero—, subid y adelante. Porrrrruuuu...

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora