Capítulo 8: Haydée

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El lector recordará seguramente cuáles eran las nuevas, o más bien, las antiguas amistades del conde de Montecristo, que vivían en la calle Meslay: Maximiliano Morrel, Julia y Manuel.

La expectativa de esta visita, de los breves momentos felices que iba a pasar, de este resplandor de paraíso que penetraba en el infierno en que voluntariamente había entrado, había esparcido desde el momento en que perdió de vista a Villefort, la serenidad más encantadora sobre el rostro del conde, y Alí, que había acudido al sonido del timbre, al ver este rostro iluminado por una alegría tan poco frecuente, se había retirado de puntillas, suspendiendo la respiración para no alterar los buenos pensamientos que creía leer en el rostro de su amo.

Eran las doce del día, el conde se había reservado una hora para subir al cuarto de Haydée. Hubiérase dicho que la alegría no podía entrar de pronto en aquella alma llagada por tanto tiempo, y que necesitaba prepararse para las emociones dulces, como las otras almas ne cesitan prepararse para las emociones violentas.

La joven griega estaba, como hemos dicho, en una habitación completamente separada de la del conde. Su mobiliario era oriental, es decir, los suelos estaban cubiertos de espesas alfombras de Turquía, inmensas cortinas de brocado cubrían las paredes, y en cada pieza había alrededor un ancho diván con almohadones movibles de ricas telas de Persia.

Haydée tenía a su servicio tres camareras francesas y una griega. Las francesas estaban en la primera pieza, prontas a correr al sonido de una campanilla de oro y a obedecer a las órdenes de la esclava griega, la cual sabía bastante francés para poder transmitir las voluntades de su señora a sus camareras, a las que Montecristo había recomendado que tuviesen las mismas consideraciones con Haydée que con una reina.

La joven se hallaba en la pieza más retirada de su habitación, es decir, en una especie de saloncito redondo, iluminado por arriba, y en el que no penetraba la luz sino a través de cristales de color de rosa. Recostada sobre unos almohadones de raso azules, bordados de plata, rodeada su cabeza con su brazo derecho, en tanto que con el izquierdo ponía en sus labios el tubo de coral unido a otro flexible que no dejaba pasar el ligero vapor a su boca sino perfumado por el agua de benjuí, a través de la cual le hacía pasar su dulce aspiración. La postura, tan natural para una mujer de Oriente, para una francesa habría resultado de una coquetería algún tanto afectada. En cuanto a su traje, era el de las mujeres del Epiro, es decir, unos calzones anchos de satén blanco, bordado de flores y que dejaban descubiertos dos pies de niña, que hubiérase creído que eran de mármol de Paros, si no se les hubiera visto mover entre dos pequeñas sandalias de punta retorcida, bordadas de oro y de perlas, una chaqueta con largas rayas azules y blancas, y anchas mangas abiertas con ojales de plata y botones de perlas. En fin, una especie de corpiño entreabierto por delante que dejaba ver el cuello y la mitad de los senos, y que se abrochaba por debajo con tres botones de diamantes. En cuanto a la cintura, desaparecía debajo de uno de esos chales de seda, con anchas franjas de vivos colores que tanto ambicionan nuestras elegantes parisienses. Tocábase con un casquete de oro bordado de perlas, torcido a un lado, y debajo de él resaltaba una linda rosa natural sobre unos cabellos de seda tan negros como el azabache. En cuanto a la belleza de este rostro, la griega era una mujer perfecta en su tipo, con sus grandes y hermosos ojos negros, su frente de mármol, su nariz recta, sus labios de coral y sus dientes de perlas. Y sobre este conjunto encantador, la flor de la juventud había esparcido todo su brillo y su perfume. Podía tener Haydée diecinueve o veinte años.

Montecristo llamó a la doncella griega y le dijo que pidiera permiso a Haydée para entrar a verla. Por toda respuesta, hizo seña a la criada de que levantase la colgadura que había delante de la puerta. El conde entró en la estancia. Se incorporó ella sobre un codo, y presentando su mano al conde mientras le dirigía una sonrisa, dijo, en la sonora lengua de las hijas de Atenas: —¿Por qué me pides permiso para entrar a verme? ¿No eres mi dueño, no soy lo esclava?

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora