Capítulo 8: Valentina

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El lector habrá adivinado seguramente dónde tenía Morrel quehacer y en dónde le esperaban; así es que al dejar a Montecristo se encaminó lentamente a casa de Villefort.

Cuando decimos lentamente es porque Morrel tenía media hora aún para andar quinientos pasos, y sin embargo, se había separado de Montecristo para poder pensar con libertad.

Bien sabía a la hora que podía hallar a Valentina, que era cuando ésta hacía compañía al señor Noirtier, mientras éste estaba desayunando.

El anciano y la joven le habían permitido viniese dos veces a la semana.

Llegó; Valentina le esperaba inquieta; casi fuera de sí, le cogió por la mano y le llevó delante de su abuelo.

Aquella inquietud extremada provenía del ruido que la aventura de Morcef había hecho en el mundo elegante; nadie dudaba que un duelo se produciría, y Valentina, con el instinto de la mujer, había adivinado que Morrel sería el testigo del conde de Montecristo; conociendo además el valor del joven y su gran amistad con el conde, temía que no se contentase con la parte pasiva que le correspondía. Cuando le vio fueron infinitas las preguntas, innumerables los detalles dados, y Morrel pudo leer una indecible alegría en los ojos de su amada, cuando supo que el lance había terminado de un modo no menos dichoso que inesperado.

—Ahora —dijo Valentina, haciendo señas a Morrel para que se sentase al lado del anciano, y colocándose ella en el taburete en que éste apoyaba sus pieshablemos algo de nuestros asuntos. ¿Sabéis, Morrel, que mi abuelo quiso dejar esta casa para que fuésemos a vivir separados del señor Villefort?

—Sí, ciertamente, me acuerdo de aquel proyecto, y lo celebré grandemente.

—Pues bien —dijo Valentina—, celebradlo de nuevo, Maximiliano, porque hemos vuelto a pensar en ello.

—¡Bravo! —exclamó Maximiliano.

—¿Y sabéis la razón que da para salir de casa?

Noirtier miró a su hija para imponerle silencio, pero ésta no lo advirtió, porque sus ojos, sus miradas, sonrisas, todo, todo era para Morrel.

—¡Oh!, cualquiera que sea la razón que dé el señor Noirtier —dijo Morrel—, creo que ha de ser muy buena.

—Excelente: pretende que el aire del arrabal San Honoré no es bueno para mí.

—Y tiene razón, Valentina —dijo Morrel—, hace quince días que vuestra salud se ha alterado.

—Sí, un poco, es verdad —respondió Valentina—; por eso mi abuelo se ha constituido en mi médico, y como sabe de todo, tengo gran confianza en él.

—Pero, en fin, ¿es verdad que sufrís, Valentina? —preguntó vivamente Morrel. .

—¡Oh, Dios mío!, no puede llamarse sufrir; experimento un malestar general, eso es todo; he perdido el apetito y me parece que mi estómago sostiene una lucha como para acostumbrarse a alguna cosa.

Noirtier no perdía una palabra de cuanto decía Valentina.

—¿Y qué método seguís para esa enfermedad desconocida?

—Es muy sencillo —dijo Valentina—, todas las mañanas tomo una cucharada de la poción que traen para mi abuelo; cuando digo una cucharada quiero decir que he empezado por una; ahora ya tomo hasta cuatro.

Valentina se sonrió, pero había algo de tristeza y sufrimiento en aquella sonrisa.

Ebrio de amor, Maximiliano la miraba en silencio; era muy hermosa, pero su palidez había aumentado, sus ojos brillaban con un fuego más ardiente que de costumbre, y sus manos, blancas como el nácar, parecían de cera que una tinta pajiza se apodera de ella con el tiempo.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora