Capítulo XIV

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En la mañana, cuando Miley preparó el baño, Skoll se sentía inquieto. Había dormido en el bosque y Nyrn lo regresó temprano a su alcoba, pero, aunque no hubo un acercamiento tan íntimo como en la habitación, el ojiverde sí le dejó marcas, no solo en el cuello y hombros, sino en el pecho, torso y abdomen; eran tantas y tan notorias que el menor estaba consciente que sus sirvientes las verían, si no en el baño, sí cuando lo cambiaran.

Oren y Miley sonrieron condescendientes y le juraron que guardarían silencio sobre esa situación, aún sin saber a qué se debía en realidad, pero no sabían cómo lo tomarían los sacerdotes; así que, entre los tres, idearon una pequeña excusa, diciendo que era una especie de urticaria, por una de las hierbas del jardín. Así, si les llegaban a preguntar, ellos cubrirían al niño en la mentira.

Ese día, el peliblanco agradeció que su padre no le pusiera mucha atención. Bartod estaba demasiado ocupado con los preparativos para la visita de las familias; solo tenían una semana y había muchas cosas que hacer, entre la comida, la bebida, preparar los salones, adornos y recámaras, todo su tiempo se reduciría a cero para ponerle atención a los errores de su hijo y también, debía ser ayudado por su esposa Didik. Debido a esa situación, el menor tendría un tiempo solo y eso lo puso de buen humor.

Cuando Skoll estuvo en el templo, los hombres que lo desvistieron se mostraron intrigados por las pequeñas marcas y él les mintió; algunos de ellos no creyeron su excusa, pero, entendían que no debían inmiscuirse en la vida del sumo sacerdote, por tanto, también guardaron silencio. Desde que el albino había sido aceptado por el Dios, todos esos hombres lo miraban con mucho más respeto que, incluso, a Bartod, pues nadie más que ese niño, había sido aceptado con una cantidad tan grande de flores de sangre y eso lo hacía especial.

El peliblanco pasó las horas de meditación en completa calma, aunque en el fondo, estaba emocionado y temeroso a la vez; emocionado, porque Nyrn lo acompañaría esa noche nuevamente, pero temeroso, porque sería cuando la cueva estuviera completamente oscura y, a pesar de todo, le daba miedo.

En esa ocasión, al volver a su hogar cenó solo, pues sus padres habían salido a hacer un recorrido en las villas cercanas a medio día, para que la comida de la fiesta, que sus otros familiares iban a suministrar, fuera llevada al palacete a la brevedad; por lo tanto, no iban a regresar hasta el día siguiente. Por primera vez en años, Skoll disfrutó una comida, tranquilo y sin presiones.

Al regresar a su alcoba, buscó una de las mejores túnicas que tenía, pues si iba a regresar al manantial, debía ser de manera adecuada. No fue a la biblioteca por otro libro, pues Nyrn le había dicho que ese día no podría leer, así que solo esperó con paciencia, hasta que el palacete se quedó en completo silencio.

El ojirrojo abrió la puerta de cristal para salir al balcón, cuando Nyrn apareció justo frente a él, sorprendiéndolo.

-Hola – sonrió el rubio.

-Mi señor... – el menor ahogó un grito y su respiración se agitó – me... me asustó...

-¿Por qué?

-Pensé que era un guardia – su sonrisa tembló.

-No, todo el mundo duerme, no te preocupes – el ojiverde lo sujetó de la mano y lo abrazó, buscando el cuello para olerlo y disfrutar del aroma – delicioso... – susurró pasando la lengua por la piel que alcanzaba.

Skoll se estremeció por la caricia y sonrió.

-Vamos, llévame a la cueva – ordenó el mayor, caminando de la mano con su compañero.

El peliblanco asintió y lo llevó hasta el templo, pero antes de llegar, esperaron detrás de unos árboles. Skoll sabía que el santuario era custodiado por los sacerdotes y generalmente hacían rondines nocturnos; cuando él se quedó una temporada en ese lugar, mientras aprendía lo básico de ser sacerdote, en las noches escuchaba como cada cierto tiempo, pasaba uno con una linterna y una campanita, anunciando su paso.

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