uno.

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Hay una vitrina especial en la sala de estar de mi casa para mis trofeos de puntualidad. Desde que estaba en el jardín de infantes hasta la preparatoria, siempre fui premiado por mi implacable asistencia. Jamás pareció que me fuera un problema llegar a tiempo.

En las carreras a las que me inscribía siempre fui el primer lugar. No hubo ninguna sola competencia de rapidez o puntualidad en la que yo no estuviera en el tope de la lista.

Claro, que para mí eso realmente no era importante, porque para la única cosa en la que realmente necesitaba ser el primero en llegar, parecía que siempre llegaba tarde.

Cualquier chico que haya cruzado palabra con Alina García, padece de lo que se conoce como amor a primera vista. Vamos, que suena ridículo, pero si tu nunca te has encontrado con la chica, no puedes refutar mi argumento.

La primera vez que vi a Alina, tendría unos tres años. Era un pequeño querubín. Su madre y la mía eran amigas desde pequeñas, y milagrosamente, cuando sus embarazos se chocaron por segunda vez – es decir, cuando mi hermana y el de Alina venían en camino – decidieron que era una señal del destino para no separarse nunca más.

Ambas familias se mudaron y así fue como terminamos viviendo a lado el uno del otro. Estaría mintiendo si les dijera que recuerdo cada detalle de la primera vez que la vi. Mi infancia está infestada de recuerdos con la que se convertiría en la mejor amiga que alguien pudiera pedir, y por supuesto, el amor de mi vida.

Estaba acostumbrado a que solo fuéramos ella y yo. Y luego, unos meses después de la mudanza, llego el horror en un establecimiento.

El kínder.

No me malinterpreten. Yo amo la escuela, siempre lo he hecho. Pero cuando eres pequeño y lo que implica ir a un lugar repleto de niños que parece lo único que les importa es sacarse los mocos y robarte a tu mejor amiga, la cosa se pone bastante seria.

La cosa es que, al llegar a esta etapa y verme obligado a competir por la atención de Alina, fue cuando me di cuenta que jamás tendría mi corazón de vuelta, porque se lo había robado.

Incluso cuando es bastante poético para un pequeñín en pañales.

Alina tuvo su primer novio unos meses después de iniciar el curso, unas semanas antes de las vacaciones de Navidad. Antes de que el niño – el cual no recuerdo su nombre por obvias razones – odioso llegara, ella pasaba los recesos conmigo, riéndose de los chistes que le oía a mi hermano mayor o dibujando unos árboles bastante deformes. Entonces sucedió.

Ese chiquillo con cara de diablo, se acerco, le dio un par de caramelos a Alina para luego invitarla a jugar algún tipo de juego de policías-princesas-ladrones con él y los demás niños. Claro que acepto.

Y así pasaron las semanas. De repente, ya no tenía a mi mejor amiga. Estaba destrozado.

Pobre niño inocente.

Y aquel odioso niño, termino siendo su primer novio. Le dio un beso en la mejilla y le llevo un par de chocolates en San Valentín. Parecía bastante serio hasta que ella lo vio jugando con otra niña y todo se fue al caño.

Al menos para él. Después de eso, Alina volvió a ser la de siempre. Francamente, esa fue la única ocasión en la que nos separamos de forma súbita. Incluso cuando crecíamos y nos alejábamos cada vez en parecido, nunca dejamos la amistad con la que prácticamente fuimos obligados a crecer.

Por supuesto, eso no impidió que mi corazón se rompiera una y otra vez.

Cuando la ventana está abiertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora