Prólogo

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En algún lugar al noroeste de Noruega.

Hace 60.000 años.

El oleaje batía con fuerza la costa rocosa de la isla mientras más nubes invadían todo el horizonte. El rompeolas del puerto protegía impertérrito a los últimos navíos de diseños elegantes y estilizados que estaban siendo cargados a toda prisa. Una marea bulliciosa de individuos se afanaba para llenarlos de provisiones y cargamentos, a la vez que más y más embarcaban en ellos.

Toda la ciudad era un océano de mármol de tonos verdes y azules en forma de palacios y grandes edificios. Todos ellos salpicados por doquier del verdor de frondosos árboles y surcados por amplias avenidas de piedra. La zona del puerto estaba atestada por completo por los habitantes que se dirigían a los barcos con sus enseres más importantes. Destacaba un gran edificio con una cúpula de dimensiones titánicas que dominaba el centro de la urbe. En las afueras, varios campamentos hervían con la actividad de miles de guerreros concentrados en todo tipo de tareas.

No muy lejos de ahí, en lo alto de la colina que coronaba la ciudad, se encontraba una figura alta, que estaba erguida en un balcón de un bello palacete, observando la escena con ojos apesadumbrados. Su rostro era la viva imagen de la inteligencia y estaba claro que había visto pasar muchos veranos con sus inviernos. Aun así, mantenía el ímpetu y la vitalidad de la juventud más enérgica. El cuerpo firme y fibroso, trabajado durante décadas de esfuerzo físico, se mantenía tenso, fiel reflejo del estado de conflicto interno por el que atravesaba su mente.

Una silueta esbelta y grácil se acercó por detrás acariciándolo suavemente, mientras lo observaba con mirada tierna, con unos ojos que eran pozo de la más grande sabiduría. El amor impregnaba cada movimiento que hacía al tocarlo.

- Nuestro pueblo ha terminado los preparativos para el exilio. Debes estar tranquilo, todos estaremos bien –le dijo ella tranquilizadora.

- Estoy tranquilo, sé que nuestro pueblo ha dado el máximo de sí, pero es un gran sacrificio el que les he pedido. Ese es un peso que jamás me abandonará –respondió él girándose y mirándola intensamente a los ojos.

- Tú eres el gran padre de nuestro pueblo. Nadie duda del camino que nos has marcado y sé, desde lo más profundo de mi ser, que hacemos lo correcto. Ahora entra conmigo. Despídete de tu hijo y de tu amada esposa, pues aunque en mi corazón y mi mente seguirás siempre presente, ya no habremos de vernos más en este mundo –dijo ella con lágrimas derramándose suavemente por sus sonrosadas mejillas.

Entraron en el interior de la habitación, a la que daba acceso el balcón, y se acercaron a la cuna tallada en madera y decorada con infinidad de runas diferentes en la que descansaba su retoño. Ambos lo miraron con gran ternura, el pequeño recién nacido dormía plácidamente acurrucado en una fina manta.

- Esposa, cuida de él y asegúrate de que crezca sano y fuerte, tanto de cuerpo como de mente. Es el fruto de todo mi trabajo y la clave para la supervivencia de nuestro pueblo –dijo el gran padre.

- Lo haré esposo mío, tu hijo crecerá a salvo y seguirá tus enseñanzas. Así lo harán todos sus descendientes, nuestra huella vivirá en ellos hasta que llegue su momento.

Se acercó a él y lo besó dulce pero hondamente en sus labios. Las lágrimas volvían a brotar inmaculadas. Él la abrazó fuertemente y le susurró unas palabras en el oído. Luego ella recogió a su hijo y se lo acercó. Él lo besó en la frente. Acto seguido, fue testigo de como salían de la sala para reunirse con el séquito que los esperaba en la entrada del palacio.

Volvió a salir al balcón y contempló como su amada se dirigía hacia su embarcación junto a su primer descendiente. Ella se volvió para despedirse con un beso mientras las gotas cristalinas caían por su rostro sereno. Él recorrió con la mirada toda la ciudad que, a pesar de estar ensombrecida por un cielo cada vez más cargado, no dejaba de maravillarlo por lo que su pueblo había sido capaz de crear. Es por eso que su determinación se hizo más poderosa y sabía que el sacrificio que tenían que hacer no sería en vano.

Miraba la ciudad, su hogar, su civilización, a sus hermanos, sus hijos. Todo y todos estaban listos. Lo sabía, pero el destino que los esperaba iba a ser duro, muy duro. Recogió su yelmo alado de color dorado y se lo colocó ceremoniosamente en la cabeza. Aseguró su capa y la armadura que lo protegía y, finalmente, recogió su lanza, mítica entre los suyos. Abajo esperaban sus hijos, aquellos que compartirían su mismo destino, y de los que dependería sobrevivir o no a la batalla del fin de los tiempos.

Alzó la mirada hacia el horizonte. La tormenta estaba al caer y con ella llegaría la oscuridad, una negrura como jamás se había conocido y que eclipsaría todo futuro. Él ya la había visto, y ahora, más que nunca, podía intuirla cerca, muy cerca...


La marca de Odín: El despertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora