Capítulo 33

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—¡Cabrón! —gritó Ett, quitándose la máscara. Realmente había dolido el golpe.

—¡Imbécil! —le gritó Anneliese, soltándose de Lorenzo. Fue hacia el sótano y cerró la puerta de un golpe, poniendo seguros rápidamente.

—¿Qué pasó? —preguntó el pelirrojo.

—Oímos ruidos en el sótano y bajamos a ver. —Anneliese jadeaba—. ¿Estás bien, Jess?

Los labios de Jessica Petrelli estaban pálidos y temblaban ligeramente.

Se suponía que nadie estaba en casa. Uriele e Irene habían salido, y Ettore estaba con Matteo: no debía haber sonidos provenientes de ningún sitio. Guiadas un poco por la película de horror, habían bajado y... entonces ese engendro las persiguió escaleras arriba, corriendo y gritando. Ellas no habían tenido mucho tiempo para razonar.

—¡Ábreme, Anneliese! —le ordenó Ettore, al otro lado de la puerta, golpeando con la palma abierta.

—¿Jessie? —Lorenzo llamó a su prima, bajito, dándose cuenta de que ella no reaccionaba.

—¿Por qué encerraron a Ett? —interrumpió Matteo, entrando a la cocina—. ¿Qué tiene Jessica? —siguió, preocupado, notando la palidez de su prima.

Todos estuvieron de acuerdo en dejar en el sótano a Ettore la tarde entera.

*

Anneliese, quien apenas tenía cinco años, miraba el cielo azul oscuro, estrellado, por la ventana; había luna llena esa noche: era amarilla, inmensa y sumamente brillante. Angelo y ella se encontraban a solas, en la habitación de avioncitos, en casa de su tío Uriele; hacía poco tiempo que se habían mudado ahí, pero ya habían aprendido un montón de cosas nuevas. Al menos Annie las había aprendido: ahora sabía, por ejemplo, que había varios tipos de cepillos para el cabello: unos desenredaban y otros peinaban; también de la existencia de unos animales llamadas unicornios —su prima Jessie tenía varios de esos, en peluches: parecían caballos, pero tenían colas hermosas y un cuerno en la frente, y algunos, incluso, tenían alas—, y... sobre Dios.

Annie había escuchado esa palabra en la boca de su papi. La escuchaba especialmente cuando él lloraba, pero hasta esa misma tarde, cuando su tío Uriele y su tía Irene los llevaron a la iglesia, ella no tenía bien claro el qué era Dios: a pesar de era un hombre clavado a una cruz, sufriendo —eso había impresionado completamente a la niña—, Irene le dijo que no debía temerle y le explicó que Él era un alma muy pura y bondadosa, que nos ama; le dijo que Dios nos había creado y cuidaba de todos nosotros, por lo que todo el tiempo nos miraba.

Hasta ese momento, Anneliese no terminaba de entender cómo es que Él podía vernos a todos, todo el tiempo...

—Dijo la tía Irene que Él está en todas partes. ¿Cómo se puede hacer eso? —preguntó a su hermano Angelo, abrazando el unicornio blanco, de pelo rosa y muy brillante, que Jessie le había obsequiado.

Hnm... ¿quién sabe? —se encogió de hombros el niño, recostado sobre su cama con forma de avión.

Annie se volvió hacia él.

—Y, ¿crees que realmente exista, o que es como Santa Claus? —ella y su hermano sabían qué era Santa Claus porque lo habían visto en algunas películas: un viejo gordo vestido de rojo que cabía por chimeneas ridículamente estrechas, cargando costales repletos de juguetes para los niños.

Y claro que sabían que no existía: su mami se los había dicho y cada año los llevaba a la juguetería antes de nochebuena —bueno, la última navidad que habían pasado juntos, ya no lo había hecho— y les dejaba escoger todo cuanto querían, señalándoles que eran sus regalos de navidad. De hecho, ella nunca les mencionó a Santa Claus.

Ambrosía ©Où les histoires vivent. Découvrez maintenant